Por una mayoría progresista en Europa

El reforzamiento de la unión económica y monetaria vuelve al orden del día del debate europeo. La cuestión es crucial para la Unión Europea, como proyecto en construcción entre Estados y ciudadanos que ha producido la mayor época de paz y prosperidad en la historia de Europa. Sin embargo, la tarea más importante para el futuro no está solo en manos de los técnicos y los banqueros centrales; está en manos de la ciudadanía, superando una crisis que es más profunda que la del euro. Los dos debates existenciales que dominan la escena, el Grexit y el Brexit, sobre las posibles salidas de Grecia y de Reino Unido (por razones muy distintas), muestran el contenido político de este desafío.

La Unión Europea que surgió en Maastricht concebía una democracia supranacional basada en dos pilares políticos fundamentales: la moneda única y la ciudadanía. Por eso, se incorporaron al mismo la participación del Parlamento Europeo (PE) en la investidura del presidente de la Comisión con un mandato de cinco años —en vez de dos hasta entonces—, la codecisión legislativa y el reconocimiento de los partidos políticos europeos. Como presidente del Parlamento Europeo, me tocó proponer y negociar este paquete con el Consejo Europeo de una Comunidad de 12 Estados.

Pasado un cuarto de siglo y cuatro Tratados, más el encofrado del Pacto Fiscal, en las elecciones de 2014 se consiguió por fin establecer un nexo directo entre la ciudadanía y la elección del presidente de la Comisión. Se presentaron a las elecciones en los 28 Estados miembros actuales más de doscientas fuerzas políticas, con varios partidos europeos, de los cuales dos, populares y socialistas, están presentes en la práctica totalidad de los países. Los protagonistas son los grupos políticos, constituidos por “afinidades políticas y compuestos por un mínimo de 25 diputados provenientes de un cuarto de los países”, según su reglamento. Es decir, que partidos populistas y antieuropeos como el UKIP británico tienen que formar un grupo con otros nacionalistas para existir. En el caso del Frente Nacional francés, ni siquiera lo han conseguido.

Tras un duro pulso político entre Consejo Europeo y Parlamento, prevaleció el sistema de elección de presidente de la Comisión popularizado como el Spitzenkandidat, en el que tenía prioridad el aspirante más votado de los propuestos por los partidos políticos europeos si era capaz de conseguir una mayoría en un voto de confianza en el Parlamento. Se trata, por tanto, de dos condiciones: ser la lista más votada y conseguir la mayoría. Con un condicionamiento: que los comisarios sean propuestos por sus respectivos Gobiernos, aunque deban pasar una audiencia. Al final, la cuestión se dirimió entre los dos candidatos en cabeza, el luxemburgués Juncker, del Partido Popular Europeo, y el alemán Schulz por los socialistas. El primero fue apoyado por populares, socialistas y liberales como expresión de la mayoría proeuropea, con compromisos públicos. Al ser investido, el veterano Juncker afirmó que se trataba de la Comisión “de la última oportunidad”, al dirigirse a una ciudadanía desorientada ante una inacabable crisis de confianza y perspectivas.

El hecho es que se está produciendo una creciente desafección hacia la política tradicional, añadida a la baja participación en las elecciones europeas. Fenómeno que no es extensivo a la adopción del euro como moneda, que ha pasado de 12 Estados miembros iniciales a 19 en la actualidad. Cuestiones como la austeridad sin fin, los recortes en educación o sanidad o el incremento del paro juvenil generan una desazón generalizada, cuando no indignación, en países que viven la disciplina europea como una imposición lejana y discrecional de funcionarios sin rostro.

En el paisaje político de fondo se plantea una serie de desafíos que exigen un debate político intenso. El primero es la recuperación de la economía, responder al envejecimiento de la población, la dependencia energética y la división entre unos socios rodeados de un vecindario inestable e inseguro, con una crisis migratoria masiva.

En este contexto, los socialistas europeos tenemos que partir de la idea de que, a pesar de ser uno de los pilares de la construcción europea, no ganamos las elecciones. El juego democrático nos exige empezar a preparar una alternativa progresista de cara a las próximas elecciones europeas, sin renunciar a nuestra responsabilidad en el fortalecimiento de la Unión Europea en construcción, como se ha puesto de manifiesto en la aprobación del plan de inversiones propuesto por la Comisión.

Preparar ese trabajo programático es la tarea en la que nos debemos concentrar socialistas, socialdemócratas, laboristas y progresistas europeos. Esa es la razón por la que tras una etapa dedicada a la enseñanza, la economía social y cultura, he aceptado la propuesta de Pedro Sánchez de presentarme a la presidencia del Partido Socialista Europeo en el Congreso de Budapest, con diez compromisos para reforzar un partido al servicio de sus miembros y la ciudadanía europea;  liderazgo visible y activo; con responsabilidad y transparencia; una Convención que renueve el proyecto político común, seguida de una elección abierta del próximo cabeza de lista europea; una estrategia de comunicación común; una formación de cuadros y propuestas comunes; y un reforzamiento de la dimensión internacional, regional y mundial.

Los europeos no podemos limitarnos a criticar los problemas y lamentarnos. Con voluntad e imaginación hemos ido construyendo Europa de crisis en crisis, paso a paso, avanzando en la creación de la Unión Europea como proyecto político compartido, en el que hemos tejido juntos la paz y valores comunes. No estamos condenados a repetir los errores del pasado o a quejarnos de lo que nos pasa; la democracia nos permite seguir tejiendo nuestro futuro.

Enrique Barón, expresidente del Parlamento Europeo, es candidato a la presidencia del Partido de los Socialistas Europeos (PES).

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