Por una movilización educativa de la sociedad

Se anuncia una nueva ley de educación y de nuevo estamos en una gresca educativa. Se ha planteado por el pin parental exigido por Vox, pero la razón es más compleja. Ya han aparecido, o irán apareciendo, problemas correlacionados y endémicos, como la asignatura de religión o la enseñanza concertada. El desencadenante actual procede de una confusa redacción del artículo 27 de la Constitución: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Nada dice respecto al modo de garantizarlo. Tampoco señala si todas las creencias son igualmente respetables, o si en algunos casos el deber del Estado sería precisamente negar que los padres pudieran adoctrinar a sus hijos según sus convicciones. El mismo artículo fija el criterio: se deben respetar «los principios democráticos de convivencia y los derechos y libertades fundamentales».

La redacción del artículo 27 fue tan conflictiva que estuvo a punto de bloquear la Constitución. De hecho, el Partido Socialista abandonó la Comisión Constitucional. Los problemas venían de mucho antes. Desde finales del siglo XIX, la educación española ha estado dividida, alternando posturas conservadoras y progresistas. En 1875, durante el mandato de Cánovas, el ministro Orovio suspendió la libertad de cátedra en España «si atentaba contra los dogmas de la fé». En su circular, el ministro decía: «Cuando una mayoría o la casi totalidad de los españoles es católica y el Estado es católico, la enseñanza oficial debe obedecer a este principio, sujetándose a todas sus consecuencias. Partiendo de esta base, el Gobierno no puede consentir que en las cátedras sostenidas por el Estado se explique contra un dogma que es la verdad social de nuestra patria». La expresión «verdad social» es extraordinariamente peligrosa. Una proposición no se convierte en verdadera por el hecho de ser aceptada por una mayoría social. Durante siglos las masas creyeron que la tierra era plana, los negros una raza inferior, la mujer casada no tenía derechos o que durante la menstruación un mujer era impura y se le cortaba la mayonesa.

La Constitución no supo resolver el enfrentamiento secular. Para salir del paso se llegó a un consenso que, según Herrero de Miñon, era un acuerdo que no afectaba al fondo de la cuestión. Solo «aplazaba la decisión mediante una aproximación meramente verbal de contenidos objetivos inconciliables». Óscar Alzaga, en nombre de UCD, afirmó en el Pleno del Congreso que, una vez aprobada la Constitución, su partido intentaría aplicar su programa, mediante leyes ordinarias (Diario de sesiones, 1978, p. 4049). Desde el Partido Socialista, Gómez Llorente decía algo semejante: el artículo 27 «no recogía la filosofía socialista de la educación», pero podía ser utilizado de diferentes maneras según las mayorías parlamentarias de cada momento (Diario de Sesiones, 1978, p. 4041).

Se llegó a un vago acuerdo entre dos concepciones de la educación. Para una, la educación es una realidad predominantemente privada, en la que el Estado es un actor puramente subsidiario, y en el que la libertad es fundamental. La encarnaba la UCD. La otra concepción insiste en el carácter de servicio público de la educación, que ha de ser garantizada por el Estado, postura defendida por el PSOE. En la postura conservadora había tambien la preocupación por defender una concepción del mundo católica, mientras que el PSOE defendía una educación laica. Los liberales sin adscripción política, temían sobre todo dar al Estado poderes en la educación, cosa explicable a la vista de los desmanes adoctrinadores de los Estados totalitarios, incluido el franquista. Todas las dictaduras han encargado a la educación la tarea de formar al hombre nuevo.

Tras la aprobación de la Constitución, los augurios se cumplieron y las desavenencias aparecieron inmediatamente. Cuando en 1982, el PSOE, que había llegado al poder sostenido por una notable mayoría, planteó la aprobación de una nueva ley (que terminaría siendo la Lode), se alzaron en las filas de la derecha voces que reclamaban un pacto escolar. La respuesta del ministro Maravall fue la siguiente: «Quienes hablan de pacto escolar estos meses, sin haber hablado antes, no pueden razonablemente pretender que ese pacto consista en que el socialismo español recorra toda la distancia mientras que ellos se quedan donde siempre han estado» (Diario de Sesiones 1983, p. 2977).

Comenzó el baile legislativo. El Estatuto de Centros escolares de 1980 y la Ley de reforma Universitaria de 1983 fueron derogados, en 1985 y 2001 respectivamente; otras tres fueron profundamente modificadas y cuestionadas por leyes posteriores –la Ley del derecho a la Educación (Lode) de 1985, la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (Logse) de 1990, y la Ley de Participación, Evaluación y Gobierno de los Centros (Lopeg) de 1995–; y, finalmente, por una parte, la Ley de Universidades de 2001 sufrió importantes cambios en 2007, y, por otra, la Ley de Calidad de la Educación (Loce) de 2002 fue derogada por la Ley de Educación (LOE) de 2006, que a su vez fue alterada por la Lomce, que es la que ahora quiere derogarse o cambiarse.

Durante años he trabajado intentando un pacto educativo que evitara este hacer y deshacer, estos trabajos de Sísifo. En 2016, con el mismo equipo con el que había redactado el Libro blanco de la profesión docente publiqué los Papeles para un pacto educativo, con la idea de que ayudara a los partidos políticos para llevarlo a cabo. Puede verlos en internet si tiene curiosidad. Era un análisis de por qué habían fracasado los intentos anteriores de pactos, y como habían resuelto otros países los problemas que nosotros no sabíamos resolver. En el otoño de ese mismo año, pensé que se podía lograr el pacto. Fui un iluso. Las conversaciones para el pacto se llevaron a una comisión del congreso que no llegó a ningún acuerdo.

Estamos ante un nuevo Gobierno que confía en el diálogo y la negociación para resolver un problema cronificado como el catalán (que también tiene su vertiente educativa). Creo que debería adoptar la misma actitud respecto a la educación. También aquí tenemos que salir del bloqueo. Pero, en ambos casos, le aconsejaría que se diera cuenta de que no se trata de poner de acuerdo a los políticos, sino de poner de acuerdo a una sociedad dividida. Por poner un ejemplo, respecto del pin parental, las dos grandes confederaciones de padres (Ceapa y Concapa) están enfrentadas. Sigue siendo verdad lo que hace más de diez años escribía Manuel de Puelles: «La educación fue en el pasado, y sigue siendo hoy, un terreno propicio para el enfrentamiento de discursos ideológicos que, muchas veces, se han presentado, y se presentan, como antagónicos, incompatibles y excluyentes».

Tal vezcon las sucesivas decepciones me esté volviendo receloso. Los problemas educativos tienen solución. ¿Y si lo que impide un pacto educativo no tiene nada que ver con la educación de nuestros alumnos, sino con el poder? Por si lo fuera, me parece necesario hablar a los políticos, por supuesto, pero también cortocircuitarlos y explicar los temas educativos a la sociedad, que recibe con frecuencia mensajes sesgados o simplificadores. Esa debería ser la tarea de los docentes que, al fin y al cabo, debemos ser la conciencia educativa de la sociedad, los que pensemos, lo más rigurosa y objetivamente que podamos, en el bien de nuestros alumnos. Por eso, una vez más, animo a una «movilización educativa de la sociedad».

Posiblemente peco de optimismo, pero no me importa. Es la virtud esencial del docente. Por eso, de la misma manera que en la hoja de servicio de los militares se leí «Valor: se le supone», en la nuestra debería decir «Optimismo: se le supone».

José Antonio Marina es filósofo, ensayista y pedagogo.

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