Por una política sin daño

Con frecuencia, los representantes de la ciudadanía —ese colectivo difuso y heterogéneo al que solemos subsumir bajo el rubro de “los políticos”— son criticados por algunos por convertir su tarea de representación en un modo de vida, en una auténtica profesión. Quienes hacen tales planteamientos, personas normalmente alineadas en el populismo más antipolítico, les reprochan a aquellos aferrarse al escaño (o al cargo) bien por no disponer de otro medio de vida, bien de otro de una calidad comparable al que les proporciona la política.

De acuerdo con esto, parecería que tales sectores de opinión deberían recibir con alegría el hecho de que se incorporaran a las tareas de representación pública o de colaboración con la Administración personas procedentes de la sociedad civil, sin vínculo alguno previo con los partidos y con una acreditada cualificación en algo que pudiera resultar de utilidad para la gobernanza de la comunidad en su conjunto. Pero resulta evidente que las cosas no funcionan así entre nosotros. Cualquier ciudadano con el perfil mencionado que decida dar un paso adelante y adquirir un compromiso político público ha de ser consciente de que, con toda probabilidad, de inmediato será objeto de un escrutinio despiadado de todos los aspectos de su vida.

Por una política sin dañoHasta tal punto es así que algunos de los que tanto criticaban el perfil habitual de los políticos, en cuanto irrumpe en escena alguien con uno nuevo, se afanan en rebuscar en su pasado profesional elementos que les permitan destruirlo cuanto antes. Parecen acreditar con ello que, como dijeran —cada uno a su manera— Daniel Gascón, Joan Coscubiela o incluso el propio Borja Sémper, en realidad nunca les preocupó que el recién llegado tuviera algo que ocultar, sino algo que mostrar, algo que ofrecer. El objetivo de tales críticos, en todo caso, no es la censura de lo que pueda haber hecho erróneamente el recién llegado al iniciar su tarea política, sino el ataque a lo que constituye el núcleo de su identidad pública, aquello por lo que pudo obtener en el pasado un cierto reconocimiento o respeto en su ámbito profesional.

Las anteriores no son afirmaciones de segunda mano: me ha tocado vivir todo esto en primera persona, pero, dado que ya he escrito al respecto en el número de marzo de Letras Libres, le ahorraré al lector los detalles. Además, conviene que los árboles, por más que sean los propios, no nos impidan ver el bosque, no vaya a ser que, enredados en discutir aspectos concretos, descuidáramos la perspectiva de conjunto. Y lo que de veras importa, lo que resulta imperativo plantearse, es en último término si todo vale en política, si aceptamos que ésta se convierta en una monstruosa maquinaria de picar carne (humana, claro) o consideramos que hay límites ante los que todos deberíamos ser respetuosos, porque esa actualizada versión del “calumnia, que algo queda”, acuñado en 1625 por Francis Bacon, que es el ya habitual “desprestigia, que algo queda”, no solo resulta dañino para el desprestigiado, sino que deteriora de manera grave los fundamentos de la vida en común.

Sin dificultad podríamos ponernos todos de acuerdo en que algo va mal, muy mal, cuando amplios sectores de la ciudadanía identifican a aquellos que deberían aportar soluciones, los políticos, con su principal problema. Pero llevemos esta constatación hasta el final. Porque, análogamente, podría decirse también que algo no va nada bien cuando algunos de quienes tienen en sus manos, por su privilegiada posición en el espacio público, determinar cuáles son las cuestiones que merecen ser debatidas en él, utilizan dicho poder, sea por razones ideológicas, de partido o económicas, en su propio provecho particular, sustituyendo las cuestiones realmente importantes para los ciudadanos por las que a ellos les interesan.

Es sobre esto último sobre lo que resulta inexcusable pensar. A los que advertimos hace ya bastante de los peligros que comportaba una noción tan equivoca como la de ejemplaridad el tiempo nos ha dado, desafortunadamente, la razón. En el tipo de casos a los que estamos aludiendo, resulta por completo evidente que nuestros nuevos inquisidores, a los que en todo momento se les llena la boca exigiendo ejemplaridad a los demás (y especialmente a los cargos públicos), se consideran por completo exentos de la misma. Por lo visto, a ellos les basta con una declaración grandilocuente y retórica de su compromiso con la información veraz o con la libertad de expresión para que nada les pueda ser exigido. De ahí que yo siempre haya considerado más útil para un buen funcionamiento de la vida pública la reivindicación de la responsabilidad. La responsabilidad es algo exigible a todo el mundo, obviamente, de acuerdo con el poder que ostenta. Pero nadie debería considerarse ajeno a ella, desde el más humilde de los votantes hasta el más poderoso de los mandatarios, desde el más modesto usuario de una red social hasta el director del periódico más influyente, pasando, claro está, por todos los que, de una u otra manera, participan activamente en la esfera pública.

Porque resulta incuestionable el hecho de que ha ido en aumento de manera acelerada en nuestra sociedad la tendencia a la espectacularización de absolutamente todas las dimensiones de la vida —la privada incluida (las redes sociales proporcionan abundantísimas muestras de ello a diario)—, tendencia anunciada ya en los años sesenta del pasado siglo por los filósofos situacionistas, con Guy Debord a la cabeza. Pero un cambio cualitativo en el desarrollo de dicha tendencia tiene lugar en el momento en el que la misma no solo coloniza la totalidad del ámbito público, sino que entra en contacto con otra tendencia de nuestra sociedad, esta vez de carácter moral. Porque la complejidad social, asimismo creciente, hace cada vez más difícil acordar una escala de valores mínimamente compartida. La coincidencia de ambas tendencias da como resultado la transformación de la sociedad del espectáculo en la sociedad del escándalo permanente. Una sociedad esta última cuya avidez destructiva en lo simbólico no para en barras ni ante personas ni ante instituciones, y a la que la apelación a códigos deontológicos le parece una antigualla desdeñable, sin el menor sentido. Ahora bien, la metáfora de la vida pública como un teatro en el que solo los actores son sometidos al escrutinio del público, mientras que a este último le resulta permitido todo porque ha abonado su localidad, constituye una metáfora desafortunada. Y si se quiere seguir utilizándola, habrá que puntualizar entonces que en esta representación teatral que es nuestro presente todos estamos involucrados (con mayor o menor protagonismo, eso por descontado), pero nadie tiene derecho a considerarse exento de responder de su comportamiento, en la medida en que vivimos en sociedad y cuanto hagamos repercute de alguna manera, para bien o para mal, sobre los demás.

Regresemos al principio. En tiempos de hooliganismo, desafección, incertidumbre y tentaciones populistas, conviene recordar que la política es, como decía Aristóteles, el arte del bien común y no un mero espectáculo con el que entretenerse o del que sacar algún provecho. Sin embargo, estas dos últimas opciones parecen ser cada vez más el caso, y ello debería servirnos de aviso en cuanto sociedad: en ocasiones, lo peor de emprender una caza de brujas es que se termina oficiando de aprendiz de brujo.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE.

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