Por una renovación del CGPJ fiel a la Constitución

Cada cinco años, cuando toca renovar el órgano de gobierno del tercer poder del Estado, nuestros dirigentes políticos representan ante la ciudadanía un espectáculo poco edificante. Alejándose del espíritu de la norma constitucional (artículo 122.3 CE), en lugar de buscar personalidades de consenso que, por su trayectoria y prestigio, conciten la mayoría reforzada que reclama la Constitución, entablan arduas y complicadas negociaciones en la sombra, lejos de la transparencia propia de la sede parlamentaria. Aspiran a repartirse la tarta del Consejo General del Poder Judicial, previamente troceada, señalando a la persona que ha de ser la guinda que la corone como su presidente, que lo será también del Tribunal Supremo.

A fin de evitar malentendidos, alguien debería explicar a la opinión pública que no se trata de elegir a quienes están llamados a ejercer la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos (artículo 117.3 CE), sino a su órgano de gobierno (artículo 122.1 CE). Para que se entienda, el objetivo no es seleccionar a los cirujanos que han de ejercer su profesión en un establecimiento sanitario público, sino a las personas llamadas a gestionarlo, creando las condiciones para que los primeros desarrollen su especializada y delicada tarea en condiciones óptimas y ofreciendo a los usuarios el mejor de los servicios.

La Justicia no es sólo un servicio público que garantiza a los ciudadanos el ejercicio del derecho fundamental a obtener una tutela judicial efectiva, sino que es uno de los tres Poderes del Estado, y, por lo tanto, como los otros dos, debe emanar del pueblo español, en el que reside la soberanía nacional. Por ello, el terreno natural para la elección de los miembros de su órgano de gobierno es el Parlamento, que representa a ese pueblo soberano. Sólo así alcanza plena visibilidad la legitimidad democrática de todos y cada uno de los jueces que ejercen el Poder Judicial, sustentada en su radical independencia y en el exclusivo sometimiento a la ley, producto de la soberanía popular. Y por ello, tampoco se entiende por qué los 12 vocales de procedencia judicial debieran de ser elegidos por los miembros de la carrera judicial, como si asistiéramos a la elección del órgano de gobierno de un colegio profesional y no al de unos de los tres Poderes de nuestro Estado social y democrático de Derecho.

Esta visión, que es la adoptada desde el año 1985 por nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial, requiere un alto ejercicio de responsabilidad por parte de nuestros representantes políticos. Como ya avisó el Tribunal Constitucional en su sentencia 108/1986, de 29 de julio, existe el riesgo de que la lógica del Estado de partidos, connatural a la vida parlamentaria, se instale en un órgano que, como el Consejo General del Poder Judicial, tiene por principal misión garantizar la independencia de los jueces y tribunales y en el que, por lo tanto, las divisiones ideológicas existentes en la sociedad y las legítimas pautas de comportamiento partidistas deben quedar extramuros.

Así las cosas, quienes tienen la competencia constitucional de nombrar a los miembros del órgano de gobierno del Poder Judicial, al encarar esa responsabilidad, deberían soslayar las confrontaciones propias de la lucha por el poder y ser conscientes de que, cuando eligen a los llamados a gobernar a los jueces y tribunales, no optan por una concreta visión ideológica del poder, sino por un instrumento indispensable para que nuestros jueces y tribunales puedan con independencia y eficacia hacer real el valor de la Justicia (artículo 1.1 CE) mediante la prestación a todos y cada uno de los ciudadanos de la tutela judicial (artículo 24.1 CE), allí y cuando lo necesiten.

Si los parlamentarios incumplen su deber constitucional de renovar en plazo el Consejo General del Poder Judicial, si, enrocados en sus posiciones y prejuicios partidistas, mantienen en interinidad una institución clave de nuestro sistema democrático, quien sufre, además de la propia institución, son los ciudadanos, que verán como pierde legitimidad el órgano de gobierno llamado a velar por la independencia de los jueces y tribunales encargados de tutelar sus derechos e intereses legítimos. El Consejo General del Poder Judicial debe dejar de ser un muñeco roto en manos del Parlamento y éste no debería, ante el incumplimiento de sus propias obligaciones, reaccionar aprobando normas que reduzcan las competencias de un órgano constitucional con el argumento de que ha caducado un mandato que él mismo, el Parlamento, se revela incapaz de renovar.

Nuestro sistema constitucional no se lo merece. Tampoco se hacen acreedores de ese frustrante resultado los ciudadanos, auténticos protagonistas en la sombra del Poder Judicial. En fin, no menor consideración han de recibir los hombres y mujeres que, con su trabajo diario en los órganos jurisdiccionales que lo integran, hacen que, a pesar de los pesares, nuestro sistema de justicia funcione razonablemente, cumpliendo con solvencia los parámetros propios del Estado de Derecho.

En una coyuntura, como la actual, en la que desde la Unión Europea se apuesta con firmeza por la independencia del Poder Judicial en los estados miembros, no sólo en las formas sino también en el fondo, hasta el punto de iniciar acciones contra alguno de sus socios por ataques nada velados a ese valor constitucional, y en la que su Tribunal de Justicia está enfatizando la independencia de los jueces y tribunales como una de las claves de bóveda del Estado democrático de Derecho, parece llegado el momento de que los representantes de la soberanía se enmienden y resuciten el auténtico espíritu del artículo 122 de la Constitución de 1978.

Joaquín Huelin Martínez de Velasco es antiguo magistrado del Tribunal Supremo y socio de Cuatrecasas.

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