Por una tierra comprometida

En una concepción agónica de la vida casi todo puede verse como una partida. En 1922 T. S. Eliot titulaba «Una partida de ajedrez» la parte II de «La tierra baldía», donde reflejaba la confusión de un mundo perdido interpelando desde la vulnerabilidad del ser humano: «¿Qué piensas? ¿Qué? Nunca sé qué piensas. Piensa». La metáfora, definiendo los gobiernos nacional y catalán como sujetos del juego, es aplicable a la tensión independentista que se vive en España. Desde la Constitución de 1978 asistimos a una partida de ajedrez arriesgada y desigual. Arriesgada, porque, más allá de los problemas que surgen al arrojar palabras sin definir como dados sobre la mesa, lo que realmente está en cuestión es la arquitectura del Estado español y los vínculos de solidaridad entre sus ciudadanos, comprometidos por una confrontación planteada en términos tan excluyentes que hacen muy difícil acoger bajo unos principios comunes al que opina de un modo distinto, al independentista entre los no independentistas y al no independentista entre los independentistas. Desigual, porque, hasta hoy, sólo una de las partes parecía tener un plan, un análisis de las combinaciones que podían darse en el tiempo y de los diversos escenarios y vías hacia un objetivo preestablecido; si bien ese objetivo nunca contempló de forma realista las consecuencias políticas, sociales y económicas de una abstracta proclamación de «independencia», incluso al margen del Estado y del orden internacional. Mientras, la otra parte miraba fijamente al adversario, recordando en voz alta las reglas del juego y llamando de vez en cuando la atención del árbitro-tribunal para que, al cabo del tiempo, decidiera qué es o no inconstitucional, como si la política pudiera ahormarse retrospectivamente a golpe de sentencias.

Las elecciones del 27-S en Cataluña han sido un baño de realidad. Aunque sus resultados eran previsibles, la situación se ve distinta una vez que la fría aritmética de los votos sustituye a las expectativas apasionadas de los partidos. Empiezan a vislumbrarse opciones antes ocultas mientras constatamos que, en lo esencial, la república sigue igual, que hay una honda fractura social, que nadie ha ganado o perdido más que unos votos insuficientes para zanjar los problemas y que, como suele suceder, será en el futuro donde nos juguemos el futuro. Un devenir que ni es aleatorio ni tiene la inevitabilidad de una marcha hacia la independencia bajo el diseño inteligente de la historia impreso en el espíritu del pueblo, el Volksgeist del que hablaban Fichte, Herder y Hegel. Está en nuestras manos.

Ahora se aventuran movimientos de gran calado. Lo sería que el Parlamento catalán, pese al plebiscito no ganado, aprobara una declaración que podría ser de inicio de un «proceso irreversible» hacia la desconexión o la independencia. Del otro lado, se especula con el recurso al artículo 155 CE, que contempla la adopción por el Gobierno de las medidas necesarias para obligar a una comunidad autónoma al cumplimiento de sus obligaciones constitucionales, una hipótesis extrema con una dificultad añadida en estos momentos: el artículo 155 exige la aprobación de las medidas por el Senado con mayoría absoluta. Sin embargo, ambas Cámaras se disuelven ahora, a final de octubre, con la convocatoria de elecciones generales y no se reconstituirán hasta después de su celebración, en enero del próximo año. El Parlamento catalán también debe constituirse estos días. La Diputación Permanente del Senado –el órgano llamado por el artículo 78 CE a suplir a la Cámara cuando se ha disuelto– no podrá desempeñar las funciones que el artículo 155 atribuye a la mayoría absoluta del Senado. Acaso por ello, el Gobierno ha tramitado una reforma urgente de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional a fin de dotar a este órgano de medios legales para la ejecución de sus propias resoluciones, como la sentencia 42/2014 que declaró inconstitucional la proclamación por el Parlament del «carácter de sujeto político y jurídico soberano del pueblo de Cataluña». A falta de dictámenes como el del Consejo de Estado, no parece que se hayan ponderado suficientemente algunas dificultades: la trascendencia de suspender a futuro el ejercicio por una autoridad de sus funciones sin un proceso en el que se declare antes la ilicitud del acto concreto de ejercicio competencial; el mal encaje en nuestro ordenamiento de la ejecución de sentencias declarativas o constitutivas, como las de inconstitucionalidad, que se deben acatar por todos los poderes públicos sin necesidad de ejecutarse por el órgano que las dicta; o la carga de tramitar las prolijas incidencias de un proceso de ejecución por un Tribunal Constitucional que ya ha denunciado –con razón– que se le someten más cuestiones de las debidas. En la práctica, esta reforma no resolverá ninguno de los problemas que la han motivado.

Además, todos estos movimientos están condicionados por la incógnita del nuevo Govern y el resultado de las próximas elecciones generales, cuya inmediatez no facilitará posicionamientos de largo alcance. Nos encontramos así en una situación de gran incertidumbre, atrapados por las inercias del pasado y por expectativas políticas renovadas en un escenario de múltiples variables, donde todavía hay quienes parecen empeñados en interpretar una farsa de guiñol a base de golpes de efecto y del abatimiento del contrario entre los aplausos del público infantil. «Jugaremos una partida de ajedrez, apretando los ojos sin párpados y esperando un golpe en la puerta», se dice en «La tierra baldía». Para evitar semejante desorden faltan propuestas, pensamiento de altura, compasión, capacidad de convencer a la ciudadanía.

En los últimos meses la Generalitat ha diseñado un arsenal de instrumentos para la transición nacional, desde un sistema fiscal propio a un esbozo de constitución. Su efectividad presupone unas competencias incompatibles con el actual marco jurídico. Que tales disposiciones se mantengan como medidas «publicitarias», para mejor vender la plausibilidad de la independencia, o que de algún modo se materialicen mediante el impulso de un proceso constituyente, con o sin «colaboración» del Estado español, o mediante la puesta en marcha de las estructuras de Estado ya preparadas, puede depender de matices muy complejos que dificultarán cualquier respuesta y la salvaguarda de una convivencia cívica entre quienes, en Cataluña y España, tienen ideas antagónicas sobre la geografía del bien común. Frente a la democracia constitucional basada en la división de poderes, un sistema de garantías y mecanismos de control, el respeto a la oposición y a las minorías, y la primacía de los valores constitucionales, germina peligrosamente una democracia plebiscitaria que sitúa la única fuente de la legitimidad política en la mayoría, sea de escaños o de votos, según interese, cuando no en los apoyos de una opinión pública maleable. Algo primitivo, como aquel Volksgeist decimonónico, e incompatible con un Estado social y democrático de Derecho.

No tengo ninguna duda de que este proceso tendrá, antes o después, un final consensuado que, desde el respeto a la legalidad vigente y la atención a los intereses de todos, modificará el marco jurídico competencial y organizativo del Estado. Será el único modo de resolver la aporía de una independencia que no puede ser autoproclamada y un nacionalismo demasiado potente para ser ignorado. Pero es obligación de nuestros gobernantes abordar cuanto antes los problemas y anticipar las soluciones con el máximo espíritu integrador. Ese es su mandato: gobernar conjunta y diligentemente. Pocas veces como ahora hay que subrayar la importancia de anteponer la acción a la reacción, la concordia a la discordia, la prudencia a la arrogancia, el derecho antes que la fuerza de los hechos: que nuestra Constitución y el resto del ordenamiento no se vean sometidos a unas tensiones tan extremas que la víctima sea –ni por un instante– la convivencia ordenada de los españoles, necesitada más de igualdad, integración y justicia social que de división en los ciudadanos y de competiciones entre sus representantes políticos. Pensemos por esta tierra compartida.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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