Por una Ucrania europea

En marzo de 1993, Leonid Smoliakov, embajador de Rusia en Ucrania, independizada en diciembre de 1991, declaraba: “Si el pueblo de Crimea expresa su voluntad de autodeterminación, Rusia apoyará su opción”. Diplomáticos occidentales cuentan que Smoliakov les dijo que la independencia de Ucrania era un “fenómeno transitorio”. Desde entonces hasta hoy, diversas autoridades rusas han hecho visible su oposición a la misma, pero lamentablemente Europa solo ha comenzado a actuar cuando Crimea ha sido invadida.

En 1992, el ministro de Defensa ruso, Pavel Grachev, propuso una operación militar para ocupar el territorio ucranio. El presidente Yeltsin no la aprobó, pero decretó prioridad política la defensa de los conciudadanos que habiten en el “entorno de Rusia”. En junio de ese año, legitima la posibilidad de actuar en las repúblicas autónomas exsoviéticas. En 1993, el Kremlin advierte a los países de Europa oriental de que no se molesten en abrir grandes embajadas en Kiev porque “en cuestión de meses quedarán degradadas a secciones consulares”, al tiempo que Sergei Stankevich, asesor de Yeltsin, sugiere a Polonia que limite sus crecientes lazos políticos y militares con Kiev, porque este se encuentra en la esfera de influencia de Rusia. Ese mismo año nace el Partido Ruso de Crimea, con el objetivo estratégico de “recrear la unión fraternal de Rusia, Ucrania y Bielorrusia”. La justicia histórica debe ser restaurada y Rusia y Ucrania deben volver a unirse, sostiene. Idéntica aspiración a la del movimiento Pamyat (memoria, en ruso), que afirma que los rusos constituyen una gran nación compuesta por tres pueblos eslavos: Rusia, Ucrania y Bielorrusia.

Julio de 1993. Crispación sobre el futuro de la flota rusa del mar Negro. El Soviet Supremo ruso vota unánimemente que “Sebastopol pertenece a Rusia”. Esta tensión y la relacionada con el futuro del arsenal nuclear ucranio (mayor que el británico, francés y chino juntos) van de la mano. En 1994 parece haberse logrado una cierta distensión al firmar Rusia, EE UU, Reino Unido y Ucrania el Memorándum de Budapest sobre Garantías de Seguridad, en virtud del cual y a cambio de que Kiev reintegre a Moscú el arsenal, todos se comprometen a respetar la integridad territorial ucrania. Agua de borrajas tras la intervención rusa de 2014.

Septiembre de 1994. Asamblea General de Naciones Unidas. Yeltsin despeja dudas: “Tenemos lazos de sangre con las antiguas repúblicas de la URSS... todo el mundo sabe cuán difícil es la vida para millones de rusos en los nuevos Estados independientes... Antaño estaban en su casa, pero ahora son huéspedes y no siempre bienvenidos. No podemos permanecer indiferentes a la suerte de nuestros compatriotas”.

Hace décadas que el Kremlin ha elaborado una estrategia para asentar su influencia en esas antiguas repúblicas y considera injerencia hostil por parte de la UE su comportamiento para facilitar el ingreso de alguna de ellas en el club europeo. Para justificar su intervención no solo en Ucrania sino previamente en Georgia (2008, comunidades rusas en Osetia del Sur), Moscú ha llegado a invocar el derecho internacional, en concreto el concepto “defensa de los nacionales”, en virtud del cual un Estado puede entrar en otro sin su consentimiento para proteger a sus conciudadanos de una “amenaza inminente”, algo que no era aplicable en Crimea.

La invasión de Crimea y la agitación creada en las regiones orientales de Ucrania buscan desestabilizar este país y afirmar un imperialismo trasnochado que revela la gran debilidad y ceguera del régimen postsoviético. Cabe preguntarse si el Kremlin no ha llegado a la conclusión de que Europa —a la que considera en decadencia— constituye una amenaza civilizacional para la Rusia de Putin, que comienza a volcarse en Asia central y oriental. Si no, nos encontramos ante un Putin imperial, “recolector” de las diversas tierras de la Madre Rusia, de acuerdo a la mitología zarista.

¿Puede la —si no decadente, sí desunida Unión Europea— autoimponerse una línea roja, unos principios-guía que obliguen a los Estados miembro a consultarse entre sí en lugar de desarrollar una política corsaria hacia Rusia? ¿Está dispuesta a ello Alemania, que, aparte de su dependencia energética, tiene más de 6.000 empresas en el gigante eslavo y 300.000 empleos en su propio territorio que dependen del comercio con ese país? Frente a esos intereses materiales ¿puede la Unión esgrimir sus valores y principios democráticos, libertades, respeto por los derechos humanos y la seguridad jurídica? ¿Puede hacer gala de su diferenciada actitud en las relaciones internacionales, caracterizada ante todo por la utilización de la diplomacia y solo en última instancia por el uso de instrumentos coercitivos, por la centralidad de la mediación en la resolución de conflictos?

La Unión Europea debe señalar claramente a Rusia las premisas y fundamentos para progresar en una asociación auténtica y duradera. Todo ello encaminado a cimentar una nueva relación con Moscú y a impulsar una relación con Kiev que convierta a Ucrania, si esa es su clara y consistente voluntad, en socio europeo dispuesto a compartir y defender tales valores y principios. Relación e integración que como socialistas europeos propiciamos.

Junto a Emilio Menéndez del Valle firman este artículo Luis Yáñez, Antolín Sánchez Presedo, Alejandro Cercas y Antonio Masip, todos eurodiputados socialistas.

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