Pornomiseria de España

Hace unas semanas, el mismo día en que la Policía denunciaba que Holanda va camino de convertirse en un narcoestado, un ejecutivo de esa nacionalidad, autoproclamado experto en España («hay cosas que me fascinan de los españoles, como la manera de divertirse»), señaló que constituimos un grave peligro para la estabilidad futura de la Unión Europea. Esta curiosa simultaneidad aconteció poco antes de que los jueces de un Estado alemán fronterizo de Dinamarca, conocido por la productividad de sus vacas lecheras, que Bismarck se anexionó para mantener entretenido al Ejército prusiano y también para disponer de un territorio-tapón frente a los siempre peligrosos escandinavos, negaran en la práctica que España es un Estado de derecho. Necesitado de tutela, por tanto, menor de edad, abocado a ser regido desde fuera, bajo el patrón de las categorías jurídicas de la dependencia y la menesterosidad. La coartada bondadosa o interesada del respeto a la separación de poderes no puede ocultar que, por continuar con el lenguaje jurídico, en este procedimiento estábamos condenados antes de que la vista siquiera tuviera lugar. De hecho, con independencia de lo que ocurra en el futuro, hemos vuelto como mínimo a 1985, año de entrada de España a las Comunidades europeas.

En la medida en que las imágenes y los estereotipos nacionales actúan como cajas negras de las identidades políticas, habría que investigar lo que tienen en su archivo cultural y emocional algunas personas en Alemania, Gran Bretaña, Bélgica o Finlandia, aquello que solemos denominar para entendernos como «leyenda negra». La primera asimetría que nos proyectan alude a la confusión respecto al procedimiento. Si tuviéramos ocasión de conversar largamente con estos probos hombres y mujeres de derecho, quizás en una estupenda casa de campo mallorquina de las que disfrutan con largueza (siempre bajo la protección de nuestro Estado de derecho y la benemérita guardia civil cerca), cabe pensar que reconocerían lo evidente. Al final, la geografía es la historia. Estamos al sur, que es una denominación cultural, no solo un rumbo de la brújula. El estereotipo de la anomalía nos condena, por anticipado, a ser espacio abonado para (presuntos) golpistas, bandidos, defraudadores y vagos que duermen la siesta todo el año. Es importante esta deducción extraordinaria: si nosotros estamos al sur, ellos están al norte. La democracia española, sin sobresaltos, en una normalidad democrática y monárquica, a algunos les molesta. No les encaja en el rompecabezas mental. La proyección de un estereotipo negativo hacia «el otro», que queda deshumanizado, porque no es más que una función cognitiva abstracta, sirve para afirmar el carácter central, es decir, civilizado y democrático, de quien lo utiliza. En el planeta de los símbolos no hay vacíos, ni existe la división de poderes.

La confusión de una guerra cultural con un procedimiento judicial apunta a la segunda asimetría, que también produce mucho desconcierto. El estatuto de la violencia, como el de las emociones políticas, se verifica en un contexto también cultural. Como estamos en el sur, lo natural es que hagamos sangre. De modo que es milagroso y prueba irrefutable del carácter beatífico y pacífico de los golpistas del independentismo catalán que «no exista violencia». En nuestro contexto, de bárbaros meridionales, no se aplica el concepto de violencia simbólica. Aquí la muerte civil, la persecución descarada, el insulto cotidiano, la negación del derecho, el exilio de quienes no piensan como ellos, no es violencia. No hay ofensa si no hay muertos. Lo cual conduce a la tercera asimetría, la razón colonial, siempre inherente a las visiones del exotismo romántico. ¿Si fuéramos Francia, por ejemplo, ya no digamos Suecia, hubiera ocurrido lo mismo? ¿Se hubiera resuelto a velocidad de vértigo y en un pispás la decisión sobre un procedimiento extenso, complejo y difícil, sobre la base, presupuesta, de la confianza debida entre Estados que son amigos y socios?

El archivo del estereotipo remite a la gran caja negra de la anomalía de España que es el romanticismo, tan caro a ciertas visiones alemanas de nuestro país, pasadas, presentes y –es de temer– futuras. Los viajeros románticos, precursores del hispanismo, fueron en demasiados casos depredadores materiales y espirituales de una España devastada a comienzos del siglo XIX, tanto por amigos como por enemigos, con la inestimable colaboración de una parte de sus conciudadanos. Dentro de la serie de tópicos repetidos por los viajeros románticos, los referidos a las mujeres españolas resultan tan abundantes como previsibles (y aburridos). La visión sesgada de Madrid del británico Richard Ford, «ciudad antisocial e insalubre», parece desgraciadamente tan actual como su ocasional obscenidad puritana, por supuesto referida al paisaje: «Qué valles abren sus senos, anhelando abrazar al visitante; qué bellezas vírgenes nunca vistas». El hecho de que el francés Prosper Mérimée calificara a los catalanes «como franceses ruines y un poco toscos», constituye un juicio injusto, pero al menos alejado de las procacidades del venerado danés Hans Christian Andersen, que ejerció en 1862 de auténtico viejo verde. El celebrado autor de tiernos cuentos infantiles no moraliza y no esconde una obsesión por las mujeres de navaja en liga, cuanto más jóvenes y lozanas mejor: «Todo aquel fuego, todo aquel calor parecía concentrarse en un par de ojos claros que me miraron, una chiquilla perfectamente desarrollada, un hermoso tipo de Murillo, con muy poca ropa encima». Nos han contado que no es para tanto, pues son anécdotas, pinturesquismo, costumbrismo, poca cosa.

En verdad, tristemente, se trata de categorías culturales, la versión extrema del exotismo que los críticos culturales califican en la actualidad como «pornomiseria», así definida: «¿Si puede mostrar la peor versión de sí mismo, por qué quedarse solo con lo malo?». El reciente desarrollo de la narcoliteratura y las narcoseries, o las abyectas teleseries que padecemos, en ocasiones producidas incluso por multinacionales españolas, «basadas» en lo peor y más repulsivo de una supuesta historia negra de España, muestra cómo funciona.

La pornomiseria, un filtro mental que todo lo reduce a abyección, mortalidad y pérdida, evidencia la vigencia en la globalización de industrias culturales dedicadas a reforzar un orden del mundo en el que siempre salimos perdiendo, para que otros salgan ganando. ¿Resulta inevitable esta situación? En absoluto, pero como en toda guerra cultural, exige para empezar la comparecencia del contendiente. Una de las vertientes de los Estados en la globalización es la mediática. Lo que no se comunica no existe. O peor, se presupone que, al ocultarse, es negativo o contraproducente. Resulta imprescindible un diseño de la imagen global de España en toda su potencialidad cultural, patrimonial, educativa, de cooperación y poder blando. No fiada solo en las magnitudes de la macroeconomía y las balanzas de resultados de las grandes corporaciones, sino en el nivel de la microgestión y las personas, con nombres y apellidos. Allí donde se definen las opiniones públicas y las redes sociales tuercen resultados electorales. Por supuesto hace mucho tiempo que no tenemos tiempo que perder.

Manuel Lucena Giraldo, historiador y miembro de la Real Academia de Historia.

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