Porque sé que no sé, creo

Tras la beatificación de Juan Pablo II hubo muchos comentaristas importantes que, por haber sido cercanos a él, le dedicaron su opinión pública. Me resultó particularmente convincente Joaquín Navarro Valls, insigne portavoz del Vaticano —domina cinco idiomas— durante 22 años, quien justificó el inmenso impacto seductor del Papa Grande por su singular capacidad de transmitir la verdad según surgía auténtica y desnuda desde su alma positiva, a través de sus ojos, y de su expresión genuina e invitadora.

No se aliñaba ni en su gesto, ni en su tono ni en su acento; no ponía cara; sencillamente era.

Con su personalidad conquistadora hizo suyo a Gorbachov, y tras él se entregó la Rusia disidente con serenidad sensata. ¡Casi nada!

Era muy diferente a la mayoría de los políticos que nos rodean, quienes, logrado el poder tras codiciosa escalada, se sienten mucho más de lo que fueron; se creen iluminados, se decoran y cambian, desde la voz a la postura, con lo que se convierten en «bobos solemnes», como califica Martín Ferrán a quien consigue la nota máxima en esa línea. Línea que les lleva inexorablemente al alejamiento incluso de los suyos.

El mismo día de la beatificación murió el cardenal Agustín García Gascó. Al que conocí y traté con frecuencia durante la reordenación de la plaza de Oriente. Visitaba a diario la catedral inmediata, era obispo auxiliar de Madrid. Comí un par de veces con él, y en nuestras charlas le oí, seguro, preciso, directo y brillante, ensalzar la fe. Era, a imagen de Juan Pablo II, verdad. Su singular nobleza y apostura añadía atractivo a su verbo categórico, humilde en su rotundidad.

Por aquellas fechas era embajador de EE.UU. en España Edward Romero. Descendiente de Bartolomé Romero, quien, nacido en Corral de Almaguer (Toledo), formó parte de la expedición de Oñate a Nuevo Méjico en 1598. Edward, orgulloso de su estirpe y origen, hablaba correctamente el castellano transmitido de generación en generación, así como su fe católica, practicada desde «siempre» por su familia. Las convicciones profundas toman su tiempo para enraizar ilusiones y esperanza. Romero sembró, con singular cariño, su hispanismo en Albuquerque y Santa Fe, en cuya iglesia luce una bella Virgen de origen hispano entronizada allí por sus antepasados.

Su historia familiar le animó a visitar, con paisana sencillez y autoridad de embajador, Corral de Almaguer y a dejar allí gesto y detalles de su generosidad. Le acompañé en alguna de sus visitas, aniversario de la Expedición Oñate, y así conocí la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, perteneciente al Priorato de Uclés de la Orden de Santiago, poderosa y rica en aquellas fechas de mediados del siglo XV. En ella me sorprendió, aparte de su poderosa fábrica gótico-renacentista, un espléndido panteón de la época, denominado de Los Gascos, en recuerdo de D. Martín Gasco (XV), Obispo de Cádiz y Maestro de la Catedral de Sevilla. Distintos miembros de la familia Gasco brillan a lo largo del XVI y XVII, principalmente en puestos catedralicios, inquisidorías, cátedras y consejos reales de Felipe II. Glorias, todas ellas, que mi apreciado cardenal Agustín, descendiente directo de tan señalada prosapia, jamás comentó. El se concentraba en su misión apostólica, que respondía fiel a la trayectoria familiar.

Sin embargo, se adivinaba en su decir la fe profunda, sembrada secularmente, que le significaba la sustancia vital de La España duradera.

Estos días hemos asistido a «La Boda londinense». La presencia feliz de los ciudadanos en el acontecimiento, sobrio, ordenado y glorioso, nos ha descrito el orgullo que muestran los habitantes de las Islas respecto a sus tradiciones, origen asentado de su futuro, que no han nacido para ser rotas sino como semilla fértil del mañana. La Reina Isabel II, más baja que alta, no especialmente guapa, silenciosa sufridora de las veleidades de los suyos pero fiel a la historia de sus gentes y de sus tierras, es hoy la encarnación amada e indiscutida de Inglaterra. Nada menos. La infinidad de banderas que ondeaban sobre la multitud apiñada nos recordaba, con sana envidia, la escasez de ellas entre los nuestros en circunstancias parecidas. Escocia, Irlanda, Gales, reconocen su diversidad, pero también su cariño unificador.

Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza hacían España, ganaban la Copa y la festejaban en Cibeles, en Madrid. Fueron los primeros. Piqué, Puyol, Xavi, Iniesta, Xabi Alonso, Busquets, nos enriquecen como campeones españoles del mundo. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa.

Hoy la intercomunicación y el deporte nos han hermanado inesperadamente con Portugal, tan alejada en tiempos anteriores.

En el último tercio del XVIII, España y Francia, vecinas en la desembocadura del Misisipi, ayudan clandestinamente a EE.UU. hacia su independencia de Inglaterra. Ahora, América del Norte, jamás separadora, responde al origen mayoritario de su sangre y delega en las Islas para representarla en Europa. Al no contar con estirpes históricas y directas, quisieron elevar a los Roosevelt y Kennedy a la máxima cota. Pero, realistas, eligieron la República como testigo integrador. Une, une, une entre sí a sus Estados, los confedera en un amor común a su corta historia, a la que reseñan larga y permanente. Unánimes en torno a su bandera, a su fe en Dios —no blasfeman—, del que no se avergüenzan, conviven en su deseo compacto de futuro. Fe con la que tornan en realidad su ilusión. ¿Quién podría pensar hace treinta años que con un móvil sin cableado y en voz baja se podría comunicar Madrid con sus antípodas australianas? El que no sueña no encuentra... Y sueña el que cree, y, aunque sabe que no sabe, espera y consigue.

El culto a la honestidad, al orden, a la belleza, a la verdad y a la bondad fue patrimonio universal de toda creencia y constante inamovible del credo norteamericano. Hoy, la deconstrucción arquitectónica y la intencionada anarquía, allí surgidas, predican la sorpresa, que quedará desautorizada por su carestía y ataque a la funcionalidad. Las crisis periódicas de la economía son medicinas saneadoras del absurdo. Tranquiliza observar la ortodoxia arquitectónica de sus embajadas.

Uno de nuestros más preclaros escritores, levantino y levantisco, ha invitado hace unos días al Cristo histórico, divino intérprete a escala humana del inconmensurable Ser Supremo, a almorzar pan con aceite a la vista del Mediterráneo, su escenario, en ameno diálogo con María Magdalena, en vez de alzarse en la Cruz para morir sufriendo. ¡Ay! Hawking mal interpretado.

Nunca hubo culturas sin dioses ni pueblo desde Pekín a Lima que no haya coronado su caserío, desde tiempo inmemorial, con la simbólica y destacada altura de su templo, y el sonido de las campanas, marco de adoración adecuado.

¿Puede una juventud, exhibidora impúdica del desnudo con pendiente en la oreja, desautorizar y profanar los credos vividos a lo largo de un millón de años? La verdad es que sí puede.

Que el beato Juan Pablo II y el cardenal García Gascó se sumen a iluminar el Futuro.

Miguel de Oriol e Ybarra es arquitecto.

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