Portugal y España: de Moura a Mourinho

José Mourinho es el portugués residente en España más destacado de nuestra historia desde Cristóbal de Moura, ministro principal de Felipe II en los últimos años de su reinado y luego virrey de Portugal con Felipe III. Otra posible referencia histórica nos lleva a tiempos todavía más lejanos: Mourinho es el más famoso jefe portugués de una empresa española desde que Magallanes capitaneara la aventura que le valió a Juan Sebastián Elcano el «primus circundedisti me». Con expresión favorita del entrenador del Real Madrid, cabría preguntar: ¿Por qué? ¿Por qué este vacío multisecular y qué podemos hacer para irlo colmando?

Quede claro que no es la nostalgia la que guía esta indagación, sino, como luego se verá, la preocupación por el presente y el futuro de Portugal y España. Pero, en política, antes de mirar para delante siempre conviene echar un vistazo atrás. Pido al lector que me acompañe en este viaje histórico con paciencia, porque de verdad creo que tanto el trayecto como el destino merecen la pena. En la Edad Media, los reinos hispánicos crecieron juntos y la posición central de Castilla le hizo tener relaciones tan estrechas con Portugal como con la Corona de Aragón. La lengua castellana y la portuguesa eran casi recíprocamente transparentes, más, en todo caso, de lo que lo fueron luego; y de esta proximidad hay incontables reflejos en la literatura de los dos países. Así, el romancero castellano se introdujo tempranamente en Portugal y fue allí tan enriquecido con variantes locales y nuevos poemas que Menéndez Pidal afirmó que «el lusitanismo del romancero es (…) parte tan esencial como su castellanismo».

La imaginación épica y lírica de castellanos y portugueses recorrió los mismos caminos durante mucho tiempo y al llegar nuestro siglo de oro esta cercanía literaria y espiritual alcanzó su cota máxima. Conocida es la afición por los temas portugueses de Lope de Vega y, aún más, de Tirso de Molina, quien, como dijo Américo Castro, sentía la grandeza histórica de Portugal. Pero su afición no era la propia de un visitante extranjero. Tanta familiaridad tenían los escritores españoles de la época con la cultura y la sensibilidad del país vecino, que eran capaces de tocar la tecla portuguesa tan afinadamente como un nativo. En ejemplo frecuentemente citado, un personaje de «La Dorotea» de Lope dice: «Tengo, señora, los ojos niños y portuguesa el alma». Y en el «Infante Santo» de Calderón figura un endecasílabo —«Que ainda mortos somos portugueses!»— cuya «impecable gravedad camoneana» fue alabada por el poeta António Sardinha.

Precisamente de la mano del aludido Camoens viene nuestro siguiente argumento. No sólo hubo una completa interpenetración cultural entre España y Portugal: también verdadera emoción y afecto. Cuando Vasco de Gama llegó a Calcuta se encontró allí con un moro tunecino que se dirigió a él en castellano. Camoens dice que el capitán portugués lo abrazó alegremente, «ouvindo clara a lingua de Castela», oyendo clara la lengua de Castilla. Ninguna otra lengua, salvo el portugués, podía haberle dado a Vasco de Gama más alegría al sonar en aquel remoto lugar del mundo. Sin embargo, a lo largo de esta escala musical de la emoción, las notas más conmovedoras se oyen en los momentos trágicos, es decir, en los enfrentamientos armados entre España y Portugal. Así, en 1579, cuando ya se preveía la intervención del ejército castellano en defensa de los derechos de Felipe II al trono portugués, nada menos que Santa Teresa de Jesús escribió al arzobispo de Évora expresándole su horror ante la posible guerra: «Que yo digo a Vuestra Señoría que lo siento tan tiernamente, que deseo la muerte, si ha de permitir Dios que venga tanto mal, por no lo ver». Dos siglos más tarde, cuando Napoleón impuso a Carlos IV y a Godoy la invasión de Portugal para romper la alianza inglesa de nuestros vecinos, el viejo duque de Lafoens, que mandaba las tropas portuguesas, negaba que hubiera que luchar a muerte: «¿Para qué? Somos dos mulas de carga. Las espuelas de Francia hacen andar a España; las de Inglaterra nos hacen andar a nosotros. Ya que lo mandan, saltemos: que se oigan los cascabeles, puesto que es necesario, según dicen. Pero, por amor de Dios, no nos hagamos daño: iban a reírse demasiado a nuestra costa». El gran historiador Oliveira Martins, por lo demás buen conocedor y amante de España, no veía sino podredumbre y cinismo en estas palabras. Podría ser, pero ¿no había más bien en la actitud de Lafoens una profunda sabiduría ibérica, un admirable deseo de preservar en lo posible la fraternidad peninsular, incluso bajo las irresistibles sacudidas del alto voltaje internacional? Tampoco hoy las mil tensiones y distracciones de la globalización, que nos hacen mirar a los cuatro puntos cardinales del planeta, deberían hacernos olvidar que pocas cosas tenemos tan importantes, verdaderas y permanentes como la relación con Portugal. Por supuesto, no todo en la secular convivencia hispano-portuguesa ha sido armonía y afecto. Aparte de las aludidas guerras, y con mayor importancia, hubo siempre una marcada oposición psicológica entre Portugal y Castilla, detalladamente estudiada, entre otros, por el poeta y ensayista Cunha Leao. Terreno difícil es este de las identidades nacionales, y siempre próximo de la superficialidad y la parodia. Pero es indudable que la sensibilidad portuguesa se ha sentido con frecuencia incómoda y a veces herida con algunas características que creía ver en el alma castellana: orgullo, dureza, sequedad, ironía cortante, obstinación… Observaba el lusista español Viqueira que los versos más repetidos en el romancero portugués, procedentes de la epopeya del Cid, eran los de «Afuera, afuera, Rodrigo / El soberbio castellano»: es esa extraña fascinación que a veces ejerce lo que se detesta.

De todo ello concluía Sánchez Albornoz que los portugueses fueron el único pueblo de la península que dejó de ser español por no querer ser castellano. ¿Sigue existiendo hoy ese obstáculo psicológico para el pleno desarrollo de las relaciones entre España y Portugal? Probablemente no. Y ello porque, utilizando una fórmula inspirada en otra del propio Sánchez Albornoz, Castilla hizo a España y luego se deshizo en ella. La España de las autonomías es una síntesis compleja de elementos diversos donde ya no predomina el viejo espíritu dominador castellano, salvo quizá —y de manera anecdótica y fragmentaria— en algunas actitudes madrileñas. En este sentido, es significativo que un periodista portugués describiera recientemente al Real Madrid como el «supremo símbolo castellano»; las antenas lusitanas siguen percibiendo con finura cualquier onda que parezca emitida por la recia y antigua emisora mesetaria. Pero la misma aptitud tienen las antenas situadas en Cataluña y en otros lugares de España, sin que eso reduzca la plenitud de nuestra convivencia.

Removidas así las barreras históricas, los caminos entre España y Portugal están de nuevo abiertos y la vieja compenetración medieval y renacentista de españoles y portugueses vuelve a ser posible, ahora que la Unión Europea ha disuelto en gran medida los recelos y las hostilidades que durante siglos minaron la coexistencia de los estados soberanos que surgieron de la paz de Westfalia. Los caminos están abiertos, sí, pero todavía poco transitados; queda mucho por hacer y a reflexionar al respecto se dedicará nuestro próximo artículo.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, profesor del Instituto de Empresa.

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