Una exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona proclamaba hace meses “el futuro de nuestra especie” en términos de condición “poshumana”: desde los ciborgs y la nueva prostética, que transgreden los límites del cuerpo en busca de “capacidades aumentadas”, hasta el rediseño virtual del entorno, la experimentación genética y la bioingeniería, +Humanos mostraba variantes científicas y artísticas que aprovechan la tecnología para proponernos un territorio sin fronteras definidas, una zona cambiante, vinculada a decisiones sobre la “actualización” de nuestras posibilidades físicas y mentales.
La exposición tuvo muchísimo público: miles de curiosos asistimos, asombrados, al espectáculo del australiano Stelarc, que se implantó una oreja de laboratorio en su antebrazo, o a las singulares declaraciones de Neil Harbisson, un artista inglés aquejado de acromatopsia, que se ha conectado una antena en el cráneo para oír los colores que no puede ver. No menos atractivas resultaban las prótesis guepardo en el cuerpo de la deportista Aimee Mullins o el Alternative Limb Project, ilustrado por Viktoria Modesta: la discapacidad como aptitud fashion. Teledildónica, recambios de plasma, autorretratos under influence como una singular cartografía del mundo de las drogas; una “máquina de ser otro” que usa la realidad virtual para hacernos sentir en el cuerpo de otra persona; una montaña rusa que promete la más placentera de las eutanasias o una colección de artefactos robóticos, más o menos interactivos, saciaban nuestro convencional gusto por lo no convencional.
+Humanos pretendía repetir, y creo que lo consiguió, el éxito de otra muestra del año pasado, también en el CCCB: Big Bang Data. Ambas son parte de un ciclo que aborda la cultura del siglo XXI desde las intersecciones entre cultura, tecnología y sociedad.
Esa indagación puede resumirse en los dos grandes emblemas distópicos del siglo XX: mientras que Big Bang Data giraba alrededor de la tecnología de la información y las preocupaciones descritas en la célebre novela 1984, de George Orwell, con todas sus derivas contemporáneas, +Humanos me hizo recordar esa otra gran distopía de Aldous Huxley, Brave New World, donde se describe, con los términos de su época, la revolución de la biotecnología y sus implicaciones sociales. A diferencia de esos modelos previos, el mundo sobre el que giran estas exposiciones ya no tiene una clara moraleja: nuestra noción de naturaleza humana parece haberse desdibujado lo suficiente como para convertir las intenciones moralizantes de Orwell y Huxley en productos vintage.
En Brave New World (1932), traducida al español como Un mundo feliz, Huxley imagina una sociedad con un gran nivel de desarrollo en tecnología reproductiva, cultivos humanos e hipnopedia, habilidades que, combinadas, propician un estado permanente de felicidad. Aparentemente, no se le hace daño a nadie; cada cual obtiene lo que quiere como parte de una comunidad ordenada. No hay guerras ni desigualdad; la pobreza ha sido erradicada, junto con la locura, la depresión y la soledad; el sexo está disponible para todos, y un ministerio se asegura de que el plazo entre la aparición de un deseo y su realización sea lo más breve posible. Cuando algo falla, se apela a la farmacopea; el soma parece la droga perfecta: “Medio gramo para un día de asueto, un gramo para fin de semana, dos gramos para viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la Luna”. En esta ideal Metrópolis, la familia biológica ha sido superada, como si se tratara de un lastre en la evolución humana hacia la felicidad. Tampoco hay diversidad cultural, arte, literatura, religión ni filosofía, y nadie, salvo el protagonista, John el Salvaje, parece echar de menos esas cosas.
¿Qué es lo que está mal en este “mundo feliz”?
En la época de Huxley, los debates sobre la novela coincidían en que los habitantes de esa ciudad ideal habían dejado de ser verdaderos seres humanos puesto que eran incapaces de luchar por lo que querían; divididos en castas, acomodados dentro de su burbuja complaciente por el gobierno de los Controladores, sin padecer nada, ya no podían hacer elecciones morales y, por tanto, no eran capaces de amar ni de descubrir su propia dignidad. Son esclavos felices en ese mundo artificial que rebasa nuestra tosca concepción de la naturaleza humana, inseparable del dolor, la angustia o el conflicto.
¿Qué pasa —se pregunta Francis Fukuyama en Our Posthuman Future— cuando esa idea de la naturaleza humana cambia gracias a la ingeniería genética, la prolongación de la vida, la robótica y la neurofarmacología? ¿Qué pasa cuando reconocemos que somos criaturas capaces de modificarse a sí mismas?
De esas criaturas nos habla +Humanos: ya no tratan de cubrir de manera creativa algún déficit o discapacidad, sino que rebasan la idea misma de la prótesis, corporal y mental. Van a decidir su propia evolución, en un mundo donde lo natural y lo artificial empiezan a confundirse. Un escenario que Sloterdijk describe como “poligamia entre el hombre y la tecnología”, donde teóricos como Rosi Braidotti intentan convencernos de que “el poshumano puede ser mejor persona que el humano”. ¿Qué ética debe profesar este ser de capacidades ampliadas? ¿Qué compromisos con el mundo son compatibles con el principio de gratificación para esa especie futura que ya está entre nosotros?
Nietzsche y sus rotundas profecías llegan hasta esta época donde la neurociencia ha pulverizado dioses, ídolos y hasta teorías del alma. Pero tal y como el filósofo había predicho, cada fase de crítica radical a lo humano trae consigo su propia moralidad. Hay algo paradójico en el hecho de que esta criatura, surgida del nuevo paisaje dibujado por la ciencia, se convierta en garante de un nuevo tipo de “corrección política” o en sujeto de una suerte de “ecología moral”.
En la muestra del CCCB, por ejemplo, hay recolectores, biohackers, “respiracionistas” (gente que sostiene que llegaremos a vivir sin comer, obteniendo los nutrientes necesarios del sol), y un dispositivo de empatía improvisado, “prótesis emocional” que traduce en dolor físico las noticias sobre las bajas de soldados estadounidenses en la guerra de Irak. Son las nuevas mutaciones del eterno sentido de culpa.
Es curioso que mientras el panorama de lo poshumano empieza a adquirir los rasgos de una estética aceptada, su aparente antítesis, la ideología de lo políticamente correcto, se extiende por el “cuerpo social”. Ya lo decía Tom Wolfe cuando explicaba las guerras académicas asociadas a las evidencias de la neurociencia: el resultado de “Dios ha muerto” será que las personas no solo aborrecerán a los demás, sino que también se aborrecerán a sí mismas.
Ernesto Hernández Busto es ensayista (premio Casa de América 2004). Sus libros más recientes son La ruta natural (Vaso Roto) y Diario de Kioto (Cuadrivio).