Postales de la crisis de eterno retorno argentino

Manifestantes en un cacerolazo en Buenos Aires en enero de 2019. Credit Agustín Marcarian/Reuters
Manifestantes en un cacerolazo en Buenos Aires en enero de 2019. Credit Agustín Marcarian/Reuters

Los argentinos comenzamos 2020 agobiados por la crisis económica, una más de las que marcan nuestras décadas.

“El que se quemó con leche, ve una vaca y llora,” decimos aquí. Los argentinos tenemos un temperamento nacional dramático pero nuestros miedos ante una economía inestable tienen fundamentos. Cada aumento de precio, temblor de los mercados o anuncio impositivo, cada protesta social y evidencia de la pobreza creciente, nos remite de alguna forma al “corralito” de 2001. O más atrás: la hiperinflación de 1989 o al masivo ajuste económico de 1975. Estas crisis económicas suscitaron un severo descontento social que terminó por reordenar la vida argentina y su acumulación en el tiempo nos ha dejado con una suerte de síndrome postraumático y la sensación de estar atrapados en un eterno retorno.

Al día siguiente de la elección primaria que indicó que Mauricio Macri no sería reelecto en octubre de 2019, se disparó una devaluación dramática del peso empujada por la compra frenética de dólares para resguardarse de la inestabilidad. Cuando poco después se anunciaron controles de cambio para detener la hemorragia financiera, la gente empezó a hacer filas en los bancos para sacar todos sus ahorros, como durante el corralito, cuando se limitaron los retiros y se devaluó el contenido de las cuentas.

Esos recuerdos todavía están a flor de piel en mi país. Nuestra historia nos ha enseñado a vivir en una nación con una moneda permanentemente débil, una fe mínima en los bancos y planes de ahorro que consisten en esconder el efectivo en los muebles de nuestras casas (“debajo del colchón”).

Las crisis afectan a cada clase social de manera diferente. Los pobres luchan por comer y dormir bajo un techo. La clase media hace malabarismos para mantener su precaria posición económica. Los ricos se amargan ante las pérdidas mientras los especuladores demuestran su asombroso talento para encontrar rendijas lucrativas en los controles monetarios. Todos, sin embargo, compartimos una sensación de locura. Construimos nuestras vidas sobre arena movediza.

Los que fuimos niños cuando había que correr en los supermercados para ganarle a los aumentos en 1989 y adolescentes en las quiebras y cacerolazos a principios de este siglo, hemos pasado ya por dos bautismos de fuego para llegar a la adultez.

Y todo indica que en 2020 podríamos estar ante una nueva gran crisis. El año pasado, la inflación superó el 50 por ciento, tenemos deudas por más de 100.000 millones de dólares. La pobreza pasó el 40 por ciento. Producimos comida para 440 millones de personas, pero el 22 por ciento de los 40 millones de argentinos sufren de “inseguridad alimentaria”.

Pero al iniciarse un nuevo gobierno en la Casa Rosada, ha surgido una esperanza de que quizás logremos evitar la cíclica hecatombe económica que ha marcado nuestras vidas y la historia nacional.

Con apenas dos meses de gestión, el flamante presidente Alberto Fernández aún está en una luna de miel con los argentinos, pero sabe que ese periodo de gracia durará poco. Por eso, ha empezado por tomar medidas para atender el malestar y prevenir un estallido social.

El gobierno de Fernández propone políticas presupuestarias austeras que convenzan al Fondo Monetario Internacional (FMI) de que conviene aplazar los pagos de la deuda, controlar la inflación con acuerdos de precios en ciertos rubros y aumentar los impuestos de los sectores más pudientes para costear los programas sociales que se necesitan desesperadamente.

Fernández defiende el equilibrio fiscal, pero con conciencia social. Su visión es que una prórroga en los pagos de la deuda, la austeridad en gasto público y los incentivos internos ayudarán a apalancar un crecimiento económico.

Los economistas tienen sus tecnicismos académicos para explicar los males que nos afligen desde siempre. En lugar de términos complejos, Fernández invoca la voluntad frente a la cultura de la crisis económica. Somos un país de economistas aficionados, entendemos de inmediato cuando el presidente habla de “la inflación autoconstruida” como la práctica de aumentar precios para resguardarse ante los aumentos de los otros. Fernández llama a colaborar en lo que denomina el “pacto social”, una suerte de decisión colectiva de luchar contra la crisis económica.

La historia de las crisis económicas Argentina es de larga data. Arranca con el denominado Pánico de 1890, en el cual la inversión especulativa inglesa creó una burbuja financiera y llevó al país a cesación de pagos por unos años. De ahí en adelante, es todo historia de deuda impagable, moneda débil y promesas de que con industria nacional o austeridad se saldría del pozo. Tanto es así que algunos observan que, desde los años setenta, los argentinos demandan de los nuevos gobiernos siempre lo mismo: reactivar la economía y bajar el dólar y la inflación.

¿Podrá Fernández cambiar este curso y frenar los males económicos que nos aquejan desde hace décadas con buenas intenciones y fuerza de voluntad?

La sensación de estar atrapados en un espiral de aumentos infinitos y caóticos ayuda a entender por qué este gobierno ha promovido acuerdos para congelar los precios de alimentos. También ha relanzado la iniciativa de monitoreo ciudadano de los precios acordados con los supermercados.

La aplicación de celulares para chequear precios e informar de los que salen del marco acordado está entre las más bajadas desde que se lanzó. Autoridades municipales demuestran la nueva conciencia y se fotografían en los supermercados, formando la primera línea de control contra la inflación especulativa. El gobierno anunció que va capacitar a jubilados para que salgan armados con sus teléfonos a controlar que los precios en las góndolas sean correctos. Estas medidas económicas buscan frenar la inflación y la escalada de precios, pero también tienen un fin psicológico: darnos la posibilidad de hacer algo concreto para defendernos del caos y la crisis que siempre amenaza.

Por ahora hay calma. Fernández es cuidadoso con lo que dice. Su talento siempre ha sido tejer acuerdos entre sectores distintos y repite hasta el cansancio que los más pobres tienen prioridad. Los controles de precio, subsidios directos de alimentos para los más pobres que ha puesto en práctica están atadas con alambre, pero apuntan a contener frustraciones ante una situación que no va a mejorar pronto.

Estamos en suspenso, esperando junto al abismo. A pesar de todo, hay voluntad y esperanza. La pregunta del millón es si eso alcanzará para salir del eterno retorno.

Jordana Timerman es periodista argentina y editora del Latin American Daily Briefing.

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