BUENOS AIRES — Van 25 días de cuarentena. Nunca tuve tantos estados de ánimo tan variables, predecibles, inexplicables, múltiples, disímiles y que se presenten juntos, claramente identificables, uno tras otro, en un mismo día.
Una vez un psiquiatra, de un modo irresponsable, me dijo que yo tenía características bipolares. Pero lo que siento estos días va mucho mas allá. Se podría diagnosticar como un “espectro multipolar”, que va desde la euforia a la depresión, nihilismo, odio a los que acaparan la riqueza, alegría al sentir que todos los días parecen domingo y brotes místicos, solidarios y egoístas.
Me he descubierto a mí mismo escondiendo el helado atrás del pescado en la nevera para que nadie de la casa lo encuentre y comérmelo yo solo cuando me despierto angustiado a las 4 de la madrugada. Los sentimientos rebotan como las pelotas de esas máquinas de pinball. A veces me parece que toca la puerta de la locura.
Todos los tics, obsesiones, manías que tenía en las épocas normales se me agudizan. En un día llegué a tomar 7 suplementos dietarios diferentes: maca peruana, alga spirulina, ajo negro concentrado, vitamina Polper B12, extracto de jugo de lúcuma, jengibre y cualquier cosa que leo en Google que tenga efectos antibacteriales. Estamos apresados y adictos a la sobre hiperinformación. No hay posibilidad de procesar, de pensar, de asumir, de internalizar nada. Es como si fuera ciencia ficción documental: en el noticiero aparece Bolsonaro, a los gritos, convocando a evangelistas y cristianos a juntarse en una gran plegaria colectiva para vencer al virus. López Obrador dijo que vayan a los bares pero no mas de 50 personas. (Al día siguiente, por suerte, se arrepintió).
Me borré de Tinder y eliminé mi cuenta de Netflix. Me harté de la perfección técnica de sus series y sus recursos dramáticos que son los mismos de las telenovelas de la tarde que veía mi madre. Llamo al maestro de yoga y me dice que me centre en pensamientos positivos, que los enumere haciendo una meditación dinámica mientras lavo la vereda y la escalera. Me propuse un pensamiento positivo por cada escalón. Me enfoco en lo positivo: estamos conviviendo en paz con mi hijo Aarón de 22 años y su novia, Camila, de 20. Por primera vez en la vida siento que tenemos un diálogo. Siento que lo escucho. A pesar de que nos secamos las manos con la misma toalla de la cocina, tomamos con los mismos vasos, comemos con los mismos tenedores, ya no nos saludados con un beso. Nos decimos buen día a la distancia. A dos metros. Tengo miedo de que no nos toquemos nunca más.
Mientras comemos aparecen las imágenes de las carpas en el Central Park. Una fosa común en el Bronx. Imágenes de homeless en Las Vegas distribuidos entre marcas en el piso en un parking. Un plano cenital, hecho con un dron, que se eleva y se ve a la gente separada por líneas de pintura blanca. Cadáveres en la calle de Guayaquil. La voz de una mujer diciendo que hace tres días que tiene a su padre muerto en el cuarto y nadie la ayuda para darle una cristiana sepultura. Me desespero: no encuentro la manera de hacerle llegar el salario semanal a la señora Mary, que cocina y trabaja en la limpieza de mi casa. No tiene cuenta bancaria y vive en la periferia de Buenos Aires. Pienso en mi propia muerte: por primera vez en mi vida me estoy dedicando media hora por día a firmar mis fotos blanco y negro de mis primeras épocas, y empiezo a redactar mi testamento.
Dibujo. Pinto. Hago cosas que nunca hubiera pensado hacer: hablo con unas plantitas que están en la ventana de la cocina. Les puse nombre. Les digo buen día. Trato de concentrarme en una imagen de una playa de Brasil donde nacieron tortugas en extinción debido a que la gente se queda en sus casas. Escucho a la vecina que le cuenta por teléfono a su madre, a los gritos, eufórica, que en Venecia aparecieron delfines. Llamo a mi madre a Santa Fe para contarle la noticia de las tortugas y los delfines. Escribo. Dejo que los dedos tecleen solos. Sin estilo. Sin correcciones. Sin final. Sin remate. Sin enseñanzas. Sin moraleja.
Marcos López es fotógrafo, artista plástico, docente, curador y realizador cinematográfico. Su obra Asado en Mendiolaza esta en la colección permanente del Museo Reina Sofia de Madrid.