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Postales del coronavirus #2. De pronto, la epidemia ya no me parecía irreal

Una calle vacía en Capellades, cerca de Igualada, al norte de Barcelona. Credit Samuel Aranda para The New York Times
Una calle vacía en Capellades, cerca de Igualada, al norte de Barcelona. Credit Samuel Aranda para The New York Times

Esta mañana he visto un zorro en el terreno que hay delante de mi casa. Por la tarde, un rebaño de cabras pasaba a pocos metros de la puerta, conducidas por un macho cabrío negro que podría haber salido de un tratado de brujería. Si miro por la ventana rara es la vez que no descubro buitres, petirrojos, arrendajos, jilgueros.

Desde hace días veo más animales que personas.

Desde hace meses, E. y yo pasamos más de la mitad del tiempo en este pueblo de montaña que solo tiene ocho o diez habitantes, casi todos ancianos, gente de campo que no participó en el éxodo rural de España y se quedó cultivando la tierra o cuidando del ganado. Casi todos se alegraban de que llegase una pareja más joven a quedarse en el pueblo (aquí incluso yo soy “más joven”), nos ofrecían ayuda con esa hospitalidad propia de los lugares pequeños: si necesitáis algo, lo que sea, yo vivo en esa casa, lo que haga falta.

Nos pareció que era una suerte pasar aquí la cuarentena: a un pueblo casi desierto no puede llegar la epidemia. La carretera que serpentea monte arriba no conduce a ningún otro sitio, no estamos en un lugar de paso. No salimos en las guías turísticas. Una furgoneta viene los jueves a traer carnes y quesos, otra trae frutas y verduras los viernes. Ni siquiera tendríamos que ir al supermercado a poblaciones más grandes. Y la semana pasada nos quedamos doblemente aislados: una fuerte nevada hizo nuestro encierro aún más intenso.

Leíamos cada día el recuento de enfermos y de fallecidos en España y nos parecía irreal, como si todo eso sucediese en un país lejano. Aquí seguíamos saliendo a pasear porque ni siquiera en condiciones normales nos encontramos con nadie por los caminos. El primer cambio llegó cuando el panadero se presentó con mascarilla y guantes de caucho. Esa imagen nos acercó la enfermedad. Después fueron el frutero y el carnicero. Días más tarde el alguacil visitó cada casa para repartir unas toscas mascarillas de tela blanca confeccionadas por las mujeres de un pueblo vecino porque en las farmacias se habían agotado hacía mucho.

Dos de nuestros vecinos han sido ingresados en el hospital. Coronavirus. Es una pareja muy mayor. El hombre parece que está saliendo de lo más grave, de la mujer no han sabido decirme. En la minúscula plaza del pueblo nos hemos congregado varios al llegar la furgoneta de la carne. Yo soy el único que lleva la mascarilla. Dos ancianos conversan uno pegado a otro. Se conocen, literalmente, de toda la vida. Probablemente ninguno es capaz de imaginar que la cercanía de ese otro con el que cuidaba cabras ya desde niño pueda suponer un peligro.

E. y yo ya no salimos a pasear. Nos quedan aún muchos días de encierro en el pueblo. Mientras escribo, una pareja de buitres planea sobre el robledal cercano. La epidemia ya no me parece irreal. Lo irreal es que haya podido llegar hasta aquí. Ahora nosotros también ofrecemos ayuda, lo que sea, vivimos en esa casa, lo que haga falta. Y esperamos, un poco asustados, a que pase la epidemia.

José Ovejero es escritor, coordinador de la sección de cultura de La marea. Ha ganado los premios Anagrama de ensayo y Alfaguara de novela, entre otros. Su última obra es Insurrección.

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