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Postales del coronavirus #39. Arriba de las nubes el mundo sigue imperturbable

Día 21 de aislamiento. Todas las fotos son tomadas desde un dron que puede alejarse hasta un kilómetro de mi casa. Manto de nubes matinales sobre el aeropuerto de Quito y el valle de Guayllabamba. Quito y el Pichincha iluminados a la izquierda.
Día 21 de aislamiento. Todas las fotos son tomadas desde un dron que puede alejarse hasta un kilómetro de mi casa. Manto de nubes matinales sobre el aeropuerto de Quito y el valle de Guayllabamba. Quito y el Pichincha iluminados a la izquierda.

EL QUINCHE, Ecuador — Hoy fui por unas horas a Quito llevando la cosecha de manzanas. La ciudad en cuarentena se ha vuelto gris y ha perdido la alegría. No se escuchaba a los niños jugar, el tráfico usual de los coches ni la conversación despreocupada de los vecinos. Había una quietud eléctrica de motores, máquinas y zumbidos lejanos, el rumor de una cerca que chispea como en permanente circuito.

Después regresé al campo. He estado recluido los últimos dos meses en la casa de mi infancia en El Quinche, a 50 minutos de la capital de Ecuador. Aquí he podido respirar el aire fresco, caminar por las noches en medio de la niebla, mirar las estrellas y, sobre todo, las nubes.

Ante la prohibición de salir de casa, he usado un dron para fotografiarlas. Y así he visto cómo un mar de blanco y gris baja desde las cimas de las montañas. En varias tradiciones las nubes son representación del espíritu, símbolo de aquello que no se puede ver. En esa concepción hay un eco con estos tiempos: un virus invisible nos acecha. Han llegado nubes oscuras que nos recuerdan que la naturaleza tiene sus propios ciclos y reglas.

De uno de esos pueblos andinos con profunda conexión con las nubes y los cóndores son los albañiles que construyeron esta casa en El Quinche. Los maestros de la familia Sinche vinieron de Sinincay, un pueblo en lo alto de una montaña muy distante de aquí. Ellos cortaron los árboles de eucalipto y los dejaron secar, tejieron las vigas y columnas y modelaron los adobes con tierra húmeda y la paja del monte. Mi padre venía casi todas las mañanas a inspeccionar los avances y traía unos papeles diminutos con los planos, siempre cambiantes, dibujados por mi madre. Cuando la casa se terminó, y a manera de celebración por el trabajo de más de dos años, fuimos todos a la playa. A sus casi 80 años, Gonzalo Sinche vio por primera vez el mar y se quedó en silencio. Se le llenaron los ojos de lágrimas y al final solo dijo: “el cielo y el mar no tienen fin…”.

Cuando pueda volver al mar, a mis montañas, a mis bosques de niebla, ojalá sea capaz de sentir ese mismo asombro y agradecimiento.

En este aislamiento —especialmente los que tenemos el privilegio de tener un techo y comida suficiente— es posible vivir. Pero hay días en los que flaqueamos y nos duelen los abrazos que no podemos dar. Nos duelen los otros, que han dejado de ser nuestro espejo titilante y vivo, y se han convertido en amenaza de contagio.

Quizás por eso comencé la cuarentena leyendo La gran mortalidad, de John Kelly, una angustiosa reconstrucción de la peste negra de 1347. Esa epidemia, según sus investigaciones, mató a entre el 30 y 70 por ciento de la población europea. En los años más difíciles de la peste desaparecieron muchos gestos de amor filial y afectos familiares, en algunas regiones desapareció la agricultura y casi todas las reglas de convivencia. Creo que ahora, ante esta nueva epidemia con una tasa de mortalidad mucho menor, hay maneras de defendernos. Acaso tendremos que cambiar, adaptarnos, como hicimos ante las distintas plagas que nos han azolado en el pasado. Esta vez, se optó por el aislamiento y la distancia.

Afortunadamente hoy tenemos herramientas digitales que nos permiten comunicarnos y sentirnos menos solos. El lenguaje es el espejo en el que nos descubrimos, es el reconocimiento de que el otro existe, de que el otro nos importa, que su perspectiva nos interesa y nos enriquece. Es con el lenguaje que conocemos nuestras historias.

En estos meses, como curador de Postales del coronavirus junto con los editores Boris Muñoz y Patricia Nieto, he tenido la oportunidad de conocer decenas de esas historias escritas y visuales que confirman la resiliencia, la capacidad que tenemos los seres humanos de encontrar sentido al sinsentido. La idea de la serie era retratar nuestras ciudades y sus nuevos rituales, guardar para el futuro la memoria de esta experiencia compartida. Pese al dolor y el duelo, esta pandemia también ha sido una oportunidad de reencontrarnos con nosotros mismos y con otros.

De ahí surgió el ambicioso proyecto de armar un relato polifónico que acercara el arte y la literatura al periodismo, liberándolo de la inmediatez noticiosa para abrirle camino a lo personal y subjetivo. Esta iniciativa continuará de manera independiente de The New York Times porque es importante seguir documentando de manera colectiva este momento histórico.

Creo que este conjunto de historias ayuda a despejar las nubes oscuras de estos días. Dejan espacio para la esperanza. Ahora que he retratado las nubes de El Quinche he podido ver que arriba de ellas el mundo sigue imperturbable y el sol y las estrellas brillan como siempre lo han hecho.

Día 36 de aislamiento. El valle de Pifo y Tumbaco y una tormenta a la distancia
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Día 51 de aislamiento. Calacalí y Guayllabamba en una tarde de niebla
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Día 55 de aislamiento. Vista del cerro el Tablón desde El Quinche
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Día 56 de aislamiento. El pueblo de El Quinche en la mañana y el nudo de Mojanda Cajas a la distancia
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Pablo Corral Vega es un artista y fotoperiodista ecuatoriano. Es el fundador y codirector del concurso de fotografía POY Latam y fue el secretario de Cultura de Quito.

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