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Postales del coronavirus #40. Un virus de dos mundos

Un letrero en la frontera entre Estados Unidos y México en abril de 2020. Credit Mike Blake/Reuters
Un letrero en la frontera entre Estados Unidos y México en abril de 2020. Credit Mike Blake/Reuters

CIUDAD DE MÉXICO — Durante seis meses di clases en Stanford y viví en San Francisco. Llegué en septiembre de 2019 y salí en marzo de 2020. En ese lapso, mi mente se acostumbró a un ejercicio binario: una parte de mi vida ocurría dos horas antes, en la tierra del origen; otra, en el desconocido presente. No era la única persona en esta circunstancia. Podían pasar días sin que hablara inglés. El contacto con otros migrantes reforzaba la sensación de estar en dos sitios a la vez. Además, los países que ocupaban mi mente estaban divididos. En Estados Unidos, la cadena CNN dedicaba su energía a justificar el juicio político a Donald Trump y la cadena Fox a negarlo. En México, la polarización entre los aliados del presidente López Obrador y sus detractores iba en aumento.

El año 2020 llegó como una profecía de duplicidad. Desde hace medio siglo, los mexicanos usamos una expresión para demostrar que hemos entendido: “Ya me cayó el veinte”. La frase proviene de los viejos teléfonos públicos que operaban con monedas de veinte centavos. 2020 se presentaba como una oportunidad de que el veinte “cayera” por partida doble, pero otra cifra dual complicaba las cosas: 2.0. Somos sujetos reales y virtuales.

Al encender mi computadora en Silicon Valley recibí un bautizo digital: fui hackeado. Usaba un servidor alemán independiente que, según explicó un técnico de Stanford, carece de los filtros de seguridad que solo tienen las grandes corporaciones. También mi computadora debía migrar a un sitio más poderoso.

Incluso antes de internet, Nabokov dijo que la palabra “realidad” debía escribirse entre comillas. Vivir en California tenía algo de irrealidad. El antiguo bastión de la psicodelia es la sede del LSD electrónico. La expansión de la conciencia que Timothy Leary prometió durante el “verano del amor” de 1967 se desarrolló de manera muy diferente con las herramientas digitales. Al compás de Grateful Dead, Jefferson Airplane y otros grupos del “sonido San Francisco”, los hijos de los hippies se transformaron en los geeks que celebraron un matrimonio entre la mente y la economía. Los datos personales se transformaron en mercancía.

El coronavirus unificó en forma repentina mi experiencia de vivir en dos países, con dos horarios, entre el mundo tangible y la realidad virtual. Al mismo tiempo, acentuó diferencias entre México y Estados Unidos.

La vida estadounidense no se caracteriza por sus contactos físicos: si dos personas se abrazan y palmean en las mejillas, no parecen seres afectuosos sino miembros de la mafia. Cuando caminaba por el pasillo de mi edificio, me gustaba agitar las llaves para que ladraran los perros. Era mi “vínculo” con los vecinos. Si encontraba a uno de ellos en el elevador, no siempre respondía al saludo, sin que eso fuera ofensivo. En la universidad, los encuentros se programaban con semanas de antelación en sesiones de “wine & cheese”. La costumbre latinoamericana de improvisar la vida social estaba fuera de lugar. Nada de eso generaba tensión ni definía a mis conocidos como aislacionistas temerosos de los gérmenes. Simplemente, la “sana distancia” que se recomendó con la pandemia, ya se insinuaba entre nosotros.

La reclusión intensificó ese vacío como forma de vida. El campus se transformó en una locación para una película de zombis. Gabriel Gatti, profesor uruguayo que había advertido que en Stanford hasta las ardillas tienen horarios fijos, comentó que la crisis transparentaba los cimientos de un sistema basado en un riguroso individualismo.

Decidí volver a México para estar cerca de la familia y por carecer de buen seguro médico. En Estados Unidos la televisión me bombardeaba a diario con anuncios de planes de salud que no podía comprar.

Las fake news tienen su antecedente clásico en la publicidad. Donald Trump transformó el engaño mercantil en política pública. Su discurso opera como el anuncio de un medicamento: promete remedios que te harán correr en feliz cámara lenta junto a un cocker spaniel; luego, una voz compulsiva menciona terribles efectos secundarios. Esa voz equivale a la prensa, que no suele ser oída.

López Obrador no promueve un delirante optimismo como Trump, cuya palabra axial es “fantastic” y cuyo resumen del estado de la nación es: “We are doing a great job”. Con otro estilo, también el presidente de México considera que la verdad pertenece a un mundo paralelo. En caso de ser cuestionado, dice que tiene “otros datos”. Su retórica divide a la sociedad en buenos y malos. Con innecesaria insistencia, aclara de qué lado se encuentra.

Para la cultura médica estadounidense, el paciente tiene derecho a conocer su enfermedad hasta las últimas consecuencias. En México, por sentido humanitario, el médico escamotea lo peor: “a echarle ganas”, dice. Es posible que el protestantismo ascético y el catolicismo milagrero influyan en estas actitudes, lo cierto es que México y Estados Unidos tienen distintas maneras de lidiar con los diagnósticos.

Esto se extiende a las políticas públicas. En San Francisco, las noticias de la pandemia eran tan graves que estimularon teorías acerca del deseo del gobierno de propagar el miedo para someter a la población y se disparó el número de personas que compraban armas por primera vez. No pensaban combatir el virus de ese modo, sino los efectos que podía tener en una sociedad dividida. La oposición culpó a Trump por su tardía reacción y él procedió a felicitarse a sí mismo.

En México, el presidente aplicó la política opuesta. Llamó a que la gente se siguiera abrazando y recomendó usar un “detente”, señal preventiva con la que los justos contienen al demonio. Al día siguiente, las calles se llenaron de estampas llamadas “detente”. Hugo López-Gatell, médico encargado de conducir la crisis, ha mostrado aplomo, conocimientos y buena retórica; sin embargo, también él adoptó una conducta esotérica al describir al presidente como una “fuerza moral” incapaz de contagiar a alguien o de contagiarse.

México no puede adoptar las medidas de Europa o Estados Unidos. El sector médico está devastado y buena parte de la población debe salir a la calle para poder comer. Nuestra principal epidemia es el hambre.

El gobierno recomendó la reclusión voluntaria, medida razonable en una nación donde el aislamiento es un lujo. Sin embargo, esto no contentó a todo mundo. Expertos en salud han dicho que las cifras de contagio son 8 a 30 veces superiores a las que reconoce el gobierno. El rango es demasiado amplio para ser exacto, pero cumple con el objetivo (¿científico?, ¿ideológico?) de señalar que no hay un conteo preciso de los muertos y contagiados.

En Estados Unidos, los médicos, de por sí agobiados con el papeleo, ahora deben llenar un informe de siete páginas sobre el coronavirus. Muchos lo juzgan tendencioso (los hospitales reciben más dinero de Medicare por aceptar casos de la COVID-19). Hablé con un empresario digital de San Francisco dedicado a elaborar programas para hospitales y le pregunté si esto era cierto. Respondió: “Al 100 por ciento”.

En México los datos parecen difuminarse; en Estados Unidos parecen exagerarse. Si algo unifica a ambos países es la desconfianza general y las interesadas reacciones de la oposición.

Al volver a mi país me sometí a la recomendada cuarentena. Nuevas especies de pájaros llegaron a mi jardín y su canto estableció un contaste con el silencio que se ha apoderado de la ciudad. Un día escuché un avión y sentí una alegría indescriptible. “Ya tenemos oídos de náufragos”, pensé. Poco a poco regresaron otros ruidos. Un trompetista llegó a mi calle a interpretar melodías de desamor, un grupo que tocaba la marimba dio un vibrante concierto, una carretela se presentó con una atractiva promesa: “Tamales, oaxaqueños, calientitos…” Los nómadas de la ciudad hacen llevadera la vida de los privilegiados sedentarios.

De la obligada reclusión en San Francisco pasé a la reclusión a medias en Ciudad de México. Los días de estar entre dos países llegaron a fin, pero no los de estar entre dos realidades. Un amigo me habla para elogiar al gobierno y el siguiente amigo habla para denostarlo. Ninguno de los dos dispone de datos confiables, solo de conjeturas, normadas por sus convicciones.

Michiko Kakutani, quien destacó como crítica literaria en The New York Times, ha escrito un sugerente libro sobre el uso social de la mentira: The Death of Truth. En un planeta donde Trump miente sobre el calentamiento global y sobre su desempeño en el golf, resulta difícil esperar certezas. No en balde, el diccionario Oxford decidió que la palabra definitoria de 2016, año de la elección presidencial en Estados Unidos, fuera “posverdad”. En México, la mejor forma de confiar en el presidente consiste en no escuchar sus conferencias matutinas, cada vez más cercanas a las prédicas pastorales.

El periodismo se ha vuelto más necesario que nunca, pero debe sobreponerse al sistemático ocultamiento de la información. En la lúgubre utopía de 1984, una palabra desaparece del vocabulario: “ciencia”. En tiempos del coronavirus, esa palabra cobra fuerza ante una ideología que pretende descalificarla. La amenaza no solo se cierne sobre el cuerpo, sino sobre la verdad.

Postal desde Ciudad de México: mariachis con mascarillas en mayo de 2020. Credit Eduardo Verdugo/Associated Press
Postal desde Ciudad de México: mariachis con mascarillas en mayo de 2020. Credit Eduardo Verdugo/Associated Press
Desinfección en Xochimilco en mayo. Credit Pedro Pardo/Agence France-Presse — Getty Images
Desinfección en Xochimilco en mayo. Credit Pedro Pardo/Agence France-Presse — Getty Images

Juan Villoro es escritor y periodista. Su libro más reciente es El vértigo horizontal.

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