Potenciar la bancarrota financiera

Recientemente, cuatro de los reguladores financieros más importantes –el Banco de Inglaterra, la Autoridad Federal de Supervisión Financiera (BaFin) de Alemania, la Corporación Federal de Seguros de Depósitos (FDIC) de EE. UU. y la Autoridad Suiza de Supervisión de Mercados Financieros– solicitaron al sector mundial de los derivados que cambie su forma de trabajo. La cuestión ahora es si los reguladores pueden lograrlo con un pedido en vez de con algo más sustancial. No será fácil.

La lacónica carta de los reguladores a la Asociación Internacional de Swaps y Derivados (ISDA) le solicita que renuncie a un componente central de los esfuerzos del sector durante décadas para librarse de la bancarrota de los deudores financieros: una exención que no solo empeora la estabilidad de los deudores, sino también la de la economía mundial. Muchos observadores creen que esas exenciones golpearon de manera especialmente fuerte al mundo financiero cuando Lehman Brothers colapsó en 2008.

Los reguladores se centran en una característica importante de los contratos de derivados que permite al sector cerrar abruptamente sus operaciones con una entidad en problemas financieros, imposibilitando así su recuperación. Otros acreedores habitualmente no pueden eso; en proceso de quiebra en EE. UU., por ejemplo, primero deben esperar que un tribunal decida si la empresa deudora puede ser reestructurada. Solo entonces pueden cobrar sus deudas.

Los reguladores en todo el mundo han trabajado duro para que el sistema financiero sea más seguro. Con su reciente misiva al sector de los derivados han comenzado a ocuparse de la bancarrota; era hora de que lo hicieran.

Hasta ahora, la bancarrota ocupó un segundo nivel en las reformas, aun cuando la ley de quiebras permite en las empresas industriales mucho de lo que los reguladores pretenden para las empresas financieras. Mediante la reestructuración de las deudas de una empresa industrial quebrada, el salvataje de sus negocios rentables y la venta de aquellos que producen pérdidas, la bancarrota puede minimizar las repercusiones de costos para sus acreedores y la economía en su conjunto.

Pero, si bien la ley de quiebras estadounidense suele funcionar bien para reestructurar empresas industriales, no puede hacerlo con las empresas financieras, porque las normas básicas sobre quiebras –que permiten a los tribunales consolidar los activos de la empresa, reubicarlos y vender el resto– no son aplicables a la mayoría de los contratos financieros, como los de derivados. Por lo tanto, la bancarrota es tanto parte del problema como de la solución esperada, si se logra corregirla para que funcione con las empresas financieras.

Consideremos el colapso de Lehman Brothers. Cuando el entonces secretario del Tesoro, Henry Paulson, decidió no rescatar a Lehman, la empresa presentó su quiebra y rápidamente vendió sus operaciones de corretaje. Pero, como presagio de males venideros, fue incapaz de vender su gran cartera de contratos de derivados: operaciones basadas en movimientos de las tasas de interés y los tipos de cambio. Casi todo parecía indicar que la cartera de derivados de Lehman era una excelente inversión cuando la empresa quebró, pero las exenciones por quiebra para los derivados permitieron a las contrapartes de Lehman liquidar rápidamente sus posiciones de manera costosa para Lehman, caótica para los mercados financieros y perjudicial para la economía real.

El mercado de derivados está exento de reglas que evitan que los acreedores tomen las garantías y den por rescindidos sus contratos cuando el acreedor presenta su quiebra. También están exentos de reglas que impiden que acreedores mejor informados tomen los activos y huyan justo antes de bancarrota, incluso si sus posiciones son necesarias, digamos, para vender una cartera intacta a otra empresa, e incluso si el acreedor que huye eventualmente recibiría el pago completo por sus activos, con intereses.

El intento de los reguladores para mejorar la solidez de las finanzas hasta ahora se ha centrado en exigir más capital, crear productos más seguros y establecer estructuras de negocios con mayor capacidad de recuperación. Estas son, efectivamente, las prioridades correctas. Pero el Congreso y los reguladores estadounidenses han mantenido siempre que la bancarrota es su manera preferida de reestructurar a las empresas financieras quebradas. Si un proceso de bancarrota judicial pudiese funcionar, se cree, minimizaría la probabilidad de rescates financiados por los contribuyentes y trastornos en los mercados financieros y la economía real.

El problema es que en la actualidad la bancarrota es tan capaz de reestructurar una empresa financiera quebrada como en 2009; si un Lehman quebrase en 2014 no sería menos perjudicial para la economía mundial. Los reguladores estadounidenses, por ejemplo, no pueden intentar un proceso de quiebra antes de implementar sus poderes ampliados según la legislación de reforma financiera Dodd-Frank de 2010; si lo hicieran, las contrapartes en los mercados de derivados y recompra de la empresa en bancarrota rescindirían sus contratos y se desharían de las garantías lo antes posible.

Una vez que eso ocurriera –probablemente horas después de la presentación de la quiebra– sería imposible recuperar a la empresa. Los reguladores no podrían regresar y arreglarla con sus nuevos poderes Dodd-Frank, porque la firma ya estaría partida en pedazos. Entonces, en la actualidad, los reguladores deben evitar la bancarrota en vez de usarla; cuando una empresa financiera se presenta en quiebra, firma su propio certificado de defunción.

La carta de los reguladores a la ISDA solicita al sector de los derivados que reescriba sus contratos estándar, para que la cartera de una empresa en bancarrota no sea dividida en cuanto se declara en quiebra. Este es un gran paso en la dirección correcta. Pero, cuando los reguladores reflexionen un poco más, reconocerán que no pueden confiar en que el sector de los derivados revise sus contratos al igual que la bancarrota industrial no confía en los contratos de los acreedores para evitar que las empresas en quiebra sean despedazadas. Muchos sencillamente no usarán los términos del contrato.

Tal vez los reguladores descubrirán que deben exigir que los regulados cuenten con las disposiciones contractuales deseadas. Sin embargo, esa solución será incompleta, porque no todos los operadores de derivados son instituciones financieras reguladas y porque muchos acreedores encontrarán formas de sortear el contrato y el requisito. Si la cobertura no es completa, podemos esperar que los regulados se quejen por haber sido colocados en una desventaja competitiva.

Los reguladores también pueden tener que recurrir a las leyes de quiebras para corregir el problema. El pedido de los reguladores a la ISDA para que actúe voluntariamente no significará mucho si simplemente representa una solicitud al sector de los derivados para que actúe en contra de sus propios intereses financieros. Pero pone en marcha a los reguladores hacia una reforma más importante.

Mark Roe, a professor at Harvard Law School, is an expert on securities law and financial markets. He is the author of numerous studies of the impact of politics on corporate organization and corporate governance around the world. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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