PP, ni feudal ni enfeudado

Ahora que el ‘autonomismo cordial’ de impronta gallega y la figura de Fraga recobran ascendiente en el partido que él fundó, no estará de más recordar su testamento político. Consta en el último de sus libros, tan breve como enjundioso, titulado ‘El Estado Autonómico’ y publicado en 2009. Allí se lee: «¿Cuál es la situación en 2008? Si en 1994 planteábamos una limitada reforma constitucional, no constituyente, para retocar determinados y concretos aspectos que garantizasen un equilibrio armónico de las instituciones, hoy la situación es tan preocupante que exige tomar decisiones. Se han roto los equilibrios básicos y se ha optado por un ataque frontal a la Constitución utilizando los estatutos de autonomía como armas arrojadizas contra ella. Se va por el camino espurio de reformar subrepticiamente la Constitución a través de preceptos de los estatutos destinados a alterar los equilibrios básicos constitucionales.

La bilateralidad, la ruptura de la unidad jurisdiccional o la derogación múltiple de las leyes de bases a través de los estatutos son ataques directos a una de las columnas vertebrales de la Constitución».

Quince años después de lanzar desde la Xunta su propuesta de desarrollo autonómico, Fraga confesaba tener, al releerla, una «sensación agridulce»: «Sin embargo, ha de reconocerse -decía- que la actual tensión nacionalista no es tanto consecuencia de un efecto de reacción frente a ningún afán centralista -que no se ha producido-, sino a una situación concreta de juego de fuerzas parlamentarias que los partidos nacionalistas han aprovechado para hacer valer su voz y su peso político como hasta ahora no habían sido capaces de hacer». Cualquiera tendría derecho a desbarrar juzgando nuestra salud nacional y constitucional en 2022 mejor que en 2008, cuando Fraga hacía su diagnóstico. Incluso a olvidar que la ‘ensoñación’ sediciosa de 2017 haya existido. Pero no siendo pecado mortal el autoengaño, lo es la blasfemia: no se debería tomar el nombre de don Manuel en vano al omitir su posición última en esta materia.

Viene esto a cuento de ciertos comentarios suscitados por declaraciones ‘populares’ acerca del Estado autonómico. Y sobre la orientación del partido allí donde son hegemónicas opciones nacionalistas. Son interpretaciones que apuntan al retorno de una derecha ‘feudal’. Pero chocan frontalmente con las palabras de Alberto Núñez Feijóo en el Congreso que ratificó su liderazgo: «El PP no es un partido confederal; el PP es un partido nacional, único».

El autonomismo no puede entenderse desde el PP como una variante feudal que sustituya un proyecto nacional por un agregado de baronías. Toda tentación de confundirse con el paisaje allí donde el nacionalismo es una atmósfera más que una opción olvida que esos ecosistemas políticos son ‘paisajes después de una batalla’. Nadie con una mínima ambición reconstructora aspira a mimetizarse con una escombrera. Nadie con una intención reparadora trata una intoxicación con dosis homeopáticas del veneno que la provocó. El nacionalismo es inmune a la homeopatía. Hay abundante experiencia clínica en el PP.

Ocurre que este tipo de ambigüedades no suele tener que ver con movimientos tectónicos, sino con desplazamientos tácticos. En las declaraciones a que me refiero, y en quienes las comentan, se intuye el cálculo de ocupar una posición abandonada por otro y una disposición a enfeudarse al discurso ajeno. Cuestión de demoscopia, más que de convicción. De ‘enfeudación’, más que de ‘feudalismo’. Pero, ¿se puede fiarlo todo a la demoscopia a la hora de armar un proyecto ilusionante? Si el nacionalismo se radicaliza, ¿basta con decir: ocupemos el espacio que abandona para captar a su votante ‘blando’? ¿Basta hacer lo propio con las supuestas legiones de socialistas moderados, alérgicos al sanchismo?

Si el PP incurriese en la tentación de disfrazarse de PNV ‘moderado’ en el País Vasco, de convergente ‘sensato’ en Cataluña y de reinventarse como hogar del jubilado ‘felipista’ en toda España, sería víctima de una idealización retrospectiva y, además, estaría jugando a cazar gamusinos. Porque esos potenciales nichos de voto, en 2022, no existen. Apenas existían cuando el gradualismo ‘pujolista’ era aplaudido en Madrid, cuando se alababa el «compromiso constitucional» del PNV, cuando alguna derecha interiorizaba que el PSOE era el partido que mejor ‘interpretaba’ España; las mentiras piadosas de los ochenta podían perdonarse, entonces, como las hombreras y el pelo cardado. Hoy, son un anacronismo. Ciertos gambitos a veces te dejan en jaque y casi nunca dan resultado. No lo dieron en el País Vasco. Fue cuando se especuló con un escenario pos-ETA en que habría espacio político para cuatro ‘sensibilidades’: derecha e izquierda nacionalistas (PNV, Bildu); derecha e izquierda no nacionalistas (PP, PSOE). En ausencia de terrorismo activo de signo nacionalista, la tendencia a reforzar el eje nacionalismo/constitucionalismo -se decía- daría paso a una situación normalizada en que el eje de la disputa sería el clásico: izquierda/derecha. La tensión nacionalista pasaría a un segundo plano. En ese escenario, quienes lo anticipaban creyeron que convenía al PP estar cerca del PNV, para hacerse ‘presentable’ y no molestar, tanto si la ‘paz’ atenuaba la tensión nacionalista como si el PNV optaba por radicalizarse. El peligro: regalar al PNV la percepción de ser el auténtico partido defensivo frente a Bildu. Orbitando en torno al PNV, el PP vasco se arriesgaba a ser deglutido. Casi lo fue. Tuvo demasiado éxito convenciendo a parte de su base electoral de la inocuidad del PNV. El PSE lo había tenido antes, mucho mayor, convenciendo a casi toda la suya de que había una ETA ‘buena’ con la que tratar, a la que legalizar y, de cuya mano gobernar. Resultado del abandono de la ‘alternativa constitucionalista’: el paisaje político-institucional vasco, hoy, es uniformemente nacionalista.

Muchas catástrofes políticas son consecuencia, en parte, de tácticas chifladas. La realidad de un constitucionalismo jibarizado en el País Vasco y Cataluña hace que algunas maniobras, de confirmarse, amenacen naufragio. Parece quimérico arrimar una chalupa a un trasatlántico a la espera de provocar un tránsito significativo de pasajeros del segundo hacia la primera; puede vaticinarse que ocurrirá exactamente lo contrario. La dificultad de cosechar rendimientos crecientes en territorios dominados por el nacionalismo no desvanece la posibilidad de un PP ni feudal ni enfeudado. Siempre que su apelación al voto revista autoridad, atractivo, y coherencia. Aquel a quien se llame sin saber para qué permanecerá en su casa. Preferirá aburrirse y resentirse, mucho más si aún le dura el quebranto de anteriores salidas. Y con el quebranto, la desilusión y el escarmiento.

El sanchismo es un oportunismo; oponerle un fanatismo, antes lo alimenta que lo erosiona. Entre la política cínica y la doctrinaria, está la prudente, no la pusilánime: «Moderación no es tibieza», dijo también Feijóo. Caracteriza el temperamento de derecha un sentido del largo plazo, una voluntad de preservar lo que nos precede y nos sobrevive. Apreciar y defender la continuidad nacional obliga a la esperanza. España acumula siglos de historia. Conoció pésimos gobiernos; sobrevivirá al actual. Consolidar una alternativa supone tenacidad para volver al trabajo y retomar una tarea que no se acaba nunca.

Vicente de la Quintana Díez es abogado y analista político.

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