Preagonía de la secesión

Tanto la idea de que el Estado quiera destruir al PDeCAT como la de que España maltrata a los catalanes por el mero hecho de ser catalanes —como en un apartheid— son una entelequia, porque quien ha destruido la nueva Convergència es Artur Mas y, aunque Carles Puigdemont conciba la sociedad catalana como una suerte de cuerpo místico al que se puede flagelar desde Madrid, hay incontables maneras de ser catalán y de concebir identidades. Hasta ahora, uno de los logros independentistas ha sido dar por hecha una unanimidad de aspiraciones, la metamorfosis de España en Estado monstruo y la Cataluña independiente como una variable del edén. A causa de un bloqueo mediático que no desprende inocencia, sigue estando subrepresentada la opinión pública contraria a la secesión, en trance de duda o resignada a la pasividad, mientras que, sondeo tras sondeo, escenificación tras escenificación, la presunta inmensidad secesionista decae y se fragmenta.

Nunca en la historia de España Cataluña contó con mayor poder autonómico como consecuencia de la redistribución territorial de los poderes del Estado. Una de las satisfacciones históricas de la Transición era que las formas de vida en común se ritualizaban de modo que los conflictos quedaban acotados, por el método de cesión, de ganar y perder todos, por el sistema de prueba y error que el Reino de España se aplicó a sí mismo como esos médicos que se extirpaban el apéndice operándose ante un espejo. Para Cataluña, en el pasado hubo ajustes y conllevancia, etapas de tumulto y de desentendimiento hasta que el secesionismo ha optado abiertamente por los extremos.

Como en una cámara de descompresión, son varios los indicadores de lo que se llama “operación diálogo”. Una clave es, en tiempos de turbulencia mundial, la premura por desactivar la tentación de una declaración unilateral de independencia y postergar la convocatoria de un referéndum que estaría fuera de la ley. Otra es asentar márgenes de tiempo para que en la propia sociedad catalana quede más claro que no existe una inmensa mayoría independentista, que la ley es la ley, que Cataluña quedaría fuera de la Unión Europea o que la existencia de agravios —reales o prefabricados— no justifica aventurarse en la dimensión desconocida de un Estado independiente.

Pero el sistema de la opinión pública catalana tan solo de forma paulatina y convincente podría restablecer una credibilidad pluralista que ahora mismo da sensación de indigencia, por contraste con el reset permanente que las dinámicas de opinión —sean de consenso o polarización— requerirían en un paisaje global tan cambiante. Por ahora, la “operación diálogo” bastante haría con acotar los riesgos más inmediatos para la propia sociedad catalana. Lo que hace falta es una política con sentido de larga duración. Ni una nueva financiación autonómica ni la promesa de un corredor mediterráneo —tal vez porque son demandas razonables y racionales— menguarán el hervor abertzale. A lo sumo, y visto lo visto ya es mucho, pueden suavizar el desconcierto de las clases medias que no saben a quién votar. Al empresario autónomo que en la poscrisis está contratando personal, la imagen de una ruptura no le entusiasma. Podrá decir en las encuestas que desea decir sí o no, pero el deseo de una consulta no es de dirección única. Hay quien la prefiere para decir que no y atajar lo que ha sido un crescendo secesionista que cada vez tiende más al acorde roto y cacofónico.

Con la ilusión hegemonista del pujolismo hecha trizas y con los jueces atareados con las tramas del 3%, la precariedad del establishment secesionista ha crecido exponencialmente hasta llegar al advenimiento de un político como el actual presidente de la Generalitat que no sabe dónde está, se sostiene con transfusiones antisistema de la CUP y desatiende metódicamente una sabia admonición de Josep Tarradellas: sobre todo, no hacer el ridículo. Lo que propugnaba Tarradellas, al contrario que Mas y Puigdemont, era no saltarse los semáforos.

Con tanta incertidumbre como la actual, las previsiones a largo plazo son aleatorias porque la más pequeña diferencia en las condiciones iniciales acaba multiplicándose tanto al calcular el futuro que da indicios de caos. Ni tan siquiera sabemos cómo calcular a partir de un dato nebuloso como la “operación diálogo” ni si es un irrealismo. Según los científicos, el único ordenador que puede simular el tiempo es el propio tiempo. En estos casos, la política es como un andador tacataca que nos permite, y no es poco, dar el paseo de todas las mañanas.

Valentí Puig es escritor.

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