Precipicios

Esta crisis, tan duradera, tan profunda, tan cruel, puede alcanzar finalmente una dimensión histórica positiva como consecuencia de unos cambios sociológicos culturales y económicos inexorables que acabarán generando —después de superar resistencias estériles— un mundo más justo y más ético. La idea de que podamos sobrevivir la actual situación sin alterar profundamente el sistema de convivencia global y la mayoría de las concepciones dominantes debe ser descartada como imposible.

La responsabilidad en este proceso de transformación y adaptación a las nuevas realidades tiene que asumirla el mundo más desarrollado, el mundo rico, que ya está padeciendo —aunque por el momento de forma muy inconsciente— la sensación de vértigo que producen los numerosos precipicios que se han abierto en nuestro camino, un camino que —visto lo visto— no tenía metas ni objetivos que pudieran calificarse de dignos ni sensatos.

El llamado «precipicio fiscal» americano es un tema serio y grave, por más que desde Europa se dé por absolutamente seguro que las aguas no llegarán al río. Los americanos están viviendo una época de radicalización que se va ahondando día a día y que afecta a todas las áreas del pensamiento y a cualquier actividad, sea política, económica e incluso científica o religiosa, donde se está llegando a límites que superan el fanatismo. Una polarización profundamente negativa porque reduce de forma sustancial la fuerza de sus virtudes y valores clásicos y que afecta especialmente a una actitud, «bipartisanship», por principio favorable a consensuar discrepancias en temas que afecten al interés nacional. Y el tema de la deuda nacional y el déficit fiscal americanos afecta no sólo a su interés nacional, sino al del resto del mundo. Barak Obama ya ha advertido del riesgo de caos económico global si no se llega en esta materia a un acuerdo sensato y sostenible. La deuda nacional USA supera los dieciséis trillones de dólares y crece diariamente cerca de cuatro billones de dólares, y el déficit fiscal en 2012 asciende a más de un trillón de dólares. No es sólo un precipicio. Es, además, una bomba de relojería.

El debate entre republicanos y demócratas —en el que hasta ahora, según el FinancialTimes, «solo se escupen unos a otros»— es un debate ideológico, inundado y pervertido por intereses políticos electorales, en el que los primeros enfatizan la reducción de gastos de todo género, incluidos los asistenciales, sin aumento de la carga tributaria, y los segundos proponen una reducción selectiva de gastos y reclaman con prioridad una fuerte subida de impuestos, especialmente a las clases más acomodadas. Parecería fácil encontrar, como pide la ciudadanía americana, un punto de equilibrio, un «common ground» entre ambas posturas, pero por el momento sólo se ha logrado aplazar las consecuencias de un desacuerdo radical que provocaría —al limitarse automáticamente el techo de gasto— la suspensión de pagos del Gobierno federal y la paralización de la Administración pública, un riesgo que ya se ha vivido en otras legislaturas. Lo probable es que un nuevo aplazamiento, acordado en el último instante antes de expirar el plazo, vuelva a ser el pobre apaño, la inquietante «solución», que se nos ofrezca en los próximos meses, manteniéndose así un clima de inseguridad que seguirá frenando la reactivación económica.

El que Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, afronte este problema que debilita su recuperación y su liderazgo, unido al caos europeo —al que se añade ahora el referéndum británico—, donde hasta Alemania, en un complicado año electoral, empieza a vivir con sorpresa y desconcierto su propia recesión económica derivada de la de los demás países y el brusco descenso del crecimiento de los países emergentes (China, India, Brasil y México, especialmente), nos obliga a cuestionarnos muchas cosas. Es ciertamente un triste panorama, que en vez de conducirnos al pesimismo y al desaliento nos obliga a pensar que la solución está, tiene que estar, al alcance de nuestra voluntad. Bastará con reconocer sin ambages que el «precipicio fiscal» americano no es el único precipicio y que la salida de esta situación no es más fácil pero si más clara de lo que pensamos, si tenemos el coraje de reconocer y asumir los problemas auténticos. Los otros precipicios son los siguientes: —El precipicio que origina una globalización que avanza sin liderazgos claros, sin reglas de juego coherentes y sin controles democráticos y jurídicos. Una globalización en la que dominan los países más desarrollados que anteponen, sin vacilación ni límite alguno, su interés nacional al interés de otros países más débiles o al interés global. Una globalización sin instituciones globales con un mínimo de independencia y de capacidad de acción eficaz. El debate actual sobre la guerra de tipos de cambio que han desatado las políticas económicas expansionistas de Hungría y Japón pone de manifiesto la imposibilidad y el riesgo de jugar por libre en un mundo donde la interdependencia es absoluta en esta y en otras muchas áreas. Ignorarlo sería suicida. En algún momento habrá que aceptar que la globalización es un proceso irreversible que requiere un tratamiento político radicalmente nuevo que ponga en marcha una gobernanza mundial auténtica, si queremos evitar situaciones de crisis permanentes cada vez más incontroladas y peligrosas, incluyendo la amenaza del terrorismo.

—El precipicio que abre una corrupción creciente tanto en los países desarrollados como emergentes, que siempre perjudica más a las clases menos favorecidas y a los países más pobres y que representa —según el Banco Mundial— «uno de los mayores obstáculos al desarrollo económico social». Un obstáculo que podría empezar a superarse con cierta facilidad si se adoptaran a nivel nacional y global medidas que garantizaran la transparencia de todas las instituciones, y también acciones concretas en relación con los paraísos monetarios y fiscales, y, sobre todo, una educación cívica capaz de contrarrestar una indigna «cultura del dinero» culpable, entre otras cosas, de la crisis mundial que provocó el comportamiento del estamento financiero anglosajón. Aunque puede parecer un objetivo utópico, este es el momento más propicio, el momento más favorable, para iniciar una regeneración ética en la que la sociedad civil —harta de tanta inmoralidad— tiene que arrogarse el protagonismo esencial.

—Finalmente, el precipicio de la desigualdad y la exclusión social que está creciendo de forma inquietante en los países desarrollados, un fenómeno que acabará generando una inestabilidad profunda y que ya está debilitando la calidad democrática y dañando seriamente la convivencia ciudadana. El nobel Joseph Stiglitz, hablando de este tema —Barack Obama también lo ha destacado en su reciente discurso inaugural—, afirma que «el sueño americano es un mito» y que su país «tiene el nivel de desigualdad más alto de cualquiera de los países avanzados». Y añade que «hay una clara tendencia a la concentración de ingresos y riqueza en la cima, al vaciamiento de las clases medias y a un aumento de la pobreza en el fondo». Aunque también afirma que la situación en Europa es mejor, habrá que aceptar que el proceso descrito por Stiglitz va en nuestro continente por el mismo camino y genera los mismos efectos. No es, desde luego, un buen camino, y España debe tomar buena nota porque tampoco es el mejor ejemplo.

Estos son los precipicios fundamentales, pero no los únicos. El descontrol absoluto de los avances tecnológicos y científicos y los desajustes demográficos (baja natalidad y alta longevidad) también son importantes. Tenemos muchas tareas a las que dedicar nuestro esfuerzo. Y lo haremos bien. No caeremos en ninguno de los precipicios. A nadie le gusta el caos. Como aseguré al principio, venceremos todas las resistencias, por poderosas que sean, y viviremos en un mundo más justo y más ético.

Antonio Garrigues Walker, jurista

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *