¿Pregunta-trampa o pregunta-chapuza?

Lo malo de los momentos históricos es que ponen a prueba a sus protagonistas. Sin duda, en Cataluña (y en España) vivimos un momento de ese tipo pero que, precisamente por serlo, es la ocasión para someter a un riguroso examen a nuestros representantes políticos. Y, con franqueza, no creo que pueda decirse que, de momento, vayan saliendo muy airosos de la evaluación.

Pocas ilustraciones más claras de ello que el acuerdo anunciado por Artur Mas acerca de la pregunta que se plantearía en la más que improbable consulta de noviembre de 2014. La fórmula hecha pública finalmente el pasado jueves es, por decirlo con brevedad, la fórmula de quienes saben que no va a haber consulta y que, precisamente por ello, han pactado un planteamiento cuya exclusiva función es la de resolver los problemas internos de las fuerzas políticas implicadas en el proceso soberanista. No hace falta reiterar lo obvio: una pregunta que, a tenor de las reacciones que provocaba al ser conocida, necesita de un hermeneuta que le indique al hipotético votante (excepto al independentista, al que la cosa se le deja más que clara) qué recorrido debe seguir para que su punto de vista se contabilice donde él desea (y con quien desea) en modo alguno puede ser calificada de clara. Respecto a la pretensión de que resulte inclusiva, algo se dirá más adelante.

Esta vez no cabe atribuir la confusa formulación del redactado al socorrido tópico, tan caro a los partidos políticos, del “problema de comunicación” o a alguna otra variante del manido “no hemos sabido explicarnos”. Esta vez la cosa ofrece pocas dudas. El origen de la confusión se encuentra en otro orden de razones, mucho más profano. Es público y notorio que el bloque soberanista se encuentra partido en dos: CiU más ICV, por una parte, y ERC y las CUP, por otra. Las primeras tienen severos problemas internos —CiU porque es una coalición y una de las fuerzas que la compone no está en absoluto por la independencia, e ICV porque, como reconoce su propia dirección, la militancia está dividida en dos sectores, el federalista y el independentista—, mientras que las segundas no tienen problemas con la perspectiva independentista.

Es exclusivamente en este contexto —y no en el de las discrepancias doctrinales, de principios o cosa parecida— en el que se debe interpretar la formulación final de la pregunta, tras las fuertes tensiones con las que se ha mantenido en vilo a la ciudadanía catalana las últimas semanas. Para quienes temían por su estabilidad interna, abrir al máximo la pregunta constituye una forma de ganar tiempo (apaciguando a sus diferentes sectores en conflicto con el argumento de que para todos ellos hay disponible alguna rama en el árbol de las respuestas) y, entretanto, mantener la unidad de la coalición o del partido mismo. Para quienes se sentían a salvo de ese peligro, el incontestable hecho de que la única especificación inequívoca que aparezca en la pregunta sea la de la independencia deja patente, sin margen de error, a quien le está correspondiendo la hegemonía política del proceso.

Junto a esto, otro beneficio secundario para el bloque soberanista del hecho mismo de que haya habido pregunta y de que, por añadidura, se haya podido hacer pública con una cierta antelación sobre la fecha límite ha sido el de transmitir la imagen de unidad y fortaleza, a la espera de que el enemigo exterior (el PP) se encargara del resto, esto es, de declarar que no permitirá la consulta.

Al hacerlo, se ha ajustado al papel que le había sido atribuido en esta representación, que no es otro que el de cargar de razones (del tipo “no nos dejan expresarnos libremente”, “no podemos elegir nuestro propio destino” y similares) a quienes desean convertir en irreversible el proceso, a base de alimentar el planteamiento “España contra Cataluña” en el que tan cómodos se sienten.

Pero, junto a estos presuntos beneficios, el redactado final de la pregunta también ha provocado algún efecto probablemente indeseado para algunas de las formaciones políticas que la han propuesto, al mostrar a la ciudadanía una radiografía bastante exacta de la correlación de fuerzas en el seno del bloque soberanista, radiografía que deja en evidencia el carácter subalterno que alguna de dichas formaciones ha pasado a ocupar en el proceso.

Probablemente a quien más afecte este desvelamiento sea al propio Artur Mas, que, tras resistirse como gato panza arriba hasta el día de hoy a utilizar la palabra independencia (calificándola incluso como una categoría obsoleta e inservible), se ha visto obligado a alzar el mentón y ofrecer la mejor de sus sonrisas al presentar una propuesta en la que lo único que no permanece entre brumas y ambigüedades es precisamente la independencia. Parece difícil que pueda posponer la convocatoria de unas nuevas elecciones anticipadas mucho más allá de la fecha en la que se haga pública la prohibición de la consulta. ¿Y qué comentar, en fin, de ICV? Lo digo con sincero pesar: no creo que los federalistas que en ella militan puedan sentirse muy contentos (ni la dirección, demasiado orgullosa) de que su aspiración política haya quedado relegada en la práctica al apartado residual “otras opciones”.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.

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