Decía Platón que la vida es, y debe ser, propiedad de los dioses, sin embargo, el 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath hizo el desayuno a sus hijos y después metió la cabeza en el horno, poniendo fin así a una vida de apenas treinta años. ¿Se burlaba Sylvia del pensamiento de Platón, de la propiedad de los dioses? ¿Ignoraba Platón el sufrimiento de Sylvia? El suicidio, único problema filosófico verdaderamente serio, que diría Camus, es una cuestión incómoda porque es la más definitiva de las decisiones, el punto y final deliberado, el cierre de telón de un teatro en el que uno es, a la vez, telonero y actor protagonista.
Pensar en el suicidio invita a plantearse preguntas de todo tipo: éticas o morales, políticas, religiosas, prácticas e incluso técnicas. Una pregunta a menudo esbozada en lo que concierne al suicidio es si el fin justifica los medios. En términos terrenales, esto resulta relativamente sencillo: ¿puede el final de una película justificar dos horas y media de largometraje? ¿Justifica el verso final un poema? Si se recuerdan los dos últimos minutos de Cinema Paradiso o el último verso de Luis Alberto de Cuenca, «al final solo importan las cosas del principio», es casi imposible no agitar la cabeza, con entusiasmo, en señal afirmativa. Sin embargo, cuando el medio es el suicidio, tan decidido como irrevocable, se deposita en el fin la responsabilidad de equilibrar la balanza, de acreditar que lo ocurrido era, al menos, comprensible a ojos de un observador externo. Y he aquí de nuevo la encrucijada: lo que uno comprende depende de claves individuales que convierten la comprensión en un acto subjetivo y, como toda subjetividad, imposibilita los juicios universales, las respuestas que conciernen a alguien más que a uno mismo.
Yukio Mishima planeó meticulosamente su muerte hasta que finalmente llevó a cabo su 'seppuku' –más conocido como harakiri–, un ritual reservado durante siglos a los samuráis. Virginia Woolf llenó de piedras sus bolsillos y se arrojó al río. Anne Sexton inhaló monóxido de carbono de su coche en un garaje. Son muchos los ejemplos que se pueden contemplar de cómo, aunque con evidentes variaciones, el medio es en este caso el mismo, quitarse deliberadamente la vida, y es por tanto el fin la incógnita indescifrable que queda para siempre en el cuartel general de Ichigaya, Tokio, en el fondo del río Ouse, o tras la puerta oxidada de una cochera en Weston. Así es, por mucho que se trate de explicar, con unas últimas palabras, como Kurt Cobain: «Se me ha acabado la pasión», George Sanders: «Me voy porque estoy aburrido», o Paul Celan: «A veces el genio se oscurece», el fin, la verdad última, a nadie pertenece más que a quien se marcha.
En contraposición, hay una clase de preguntas que solemos evitar por puntiagudas o violentas, por molestas, y son precisamente las que interpelan de manera directa a quien se las hace, preguntas cerbatana… las preguntas personales. ¿Sería yo capaz, llegado el punto…? ¿Qué circunstancias podrían llevarme a mí…? ¿Qué ocurriría si yo…? Tendemos, incluso, a dejar inacabadas las preguntas y sembrar tres puntos suspensivos, como si lo inconcluso de las frases las hiciese menos ciertas, más hipotéticas, menos factibles. En su nota de suicidio, George Eastman, el creador de Kodak, expone una pregunta retórica que solo él habría podido responder: «¿Por qué esperar?». Las preguntas personales son tramposas porque en el momento en que uno las formula, sabe que obligatoriamente obtendrá respuestas, y a los humanos, que somos seres naturalmente egocéntricos, nos resulta imposible ignorarnos a nosotros mismos. Por eso acostumbramos a plantearlas en condicional, ignorando así que para quien se suicida no han lugar los tiempos verbales ni los puntos suspensivos.
Incluso a los psiquiatras, a quienes se nos presupone cierta agudeza a la hora de hacer preguntas, el suicidio se nos plantea muchas veces como un misterio, como una vía ferrata en la que la palabra, nuestra herramienta más básica, trata de ser el arnés que impida la caída.
En el último informe publicado por el Instituto Nacional de Estadística, referente al año 2023, se señala que el número de suicidios ha descendido en un 6,5 por ciento con respecto al año previo, situándose por primera vez en años como segunda –y no como primera– causa externa de fallecimiento. Sin embargo, una vez rechazado ese primer impulso de darnos una palmadita en la espalda y felicitarnos no sabemos bien por qué, con el permiso del joven Werther debemos ponernos las gafas de ver de cerca y observar cómo en nuestro país, en el año 2023, fueron 3.952 personas las que se suicidaron, 194 de las cuales eran menores de 25 años. Si como Foster Wallace pensamos que el suicidio es la única salida de aquel que se encuentra en un edificio en llamas y es, por tanto, la sola y trágica alternativa a una situación que la persona considera, en un momento de inflexión, más complicada que la muerte misma, entonces tenemos la obligación, como sociedad y como individuos, de crear puntos de anclaje en los terrenos escarpados.
Debemos dejar de lado la ingenuidad y la soberbia que ante un acto de tal magnitud nos hace creer, o querer creer, que a nosotros no se nos resbalarán los pies en las fisuras, ni a nosotros, por supuesto, ni a nuestros seres queridos. Y es que solo alejándonos de enjuiciamientos superfluos podremos implicarnos verdaderamente y trabajar juntos para saber cómo ayudar –desde múltiples ángulos– a quienes se ven obligados a escalar una montaña mucho más peligrosa que el K2, e impedir que el 'free solo' sea una forma posible de ascenso.
María Paz Otero es psiquiatra y poeta.