Pregúntate qué puedes hacer por tu país

Por Antonio Garrigues Walker, jurista (ABC, 22/11/03):

John F. Kennedy fue el primer Presidente católico de su país, el Presidente más joven en acceder a ese cargo y el Presidente que murió más joven ejerciéndolo. Hace cuarenta años, tal día como hoy, una bala atravesó su cabeza y le convirtió para siempre en uno de los mitos más importantes de la política americana y de la política mundial. Alguien ha llegado a decir que el propio Kennedy, de haber conocido lo que iba a suceder aquel día, lo hubiera aprobado. Él afirmó varias veces que la política tenía mucho de espectáculo y lo que sucedió en Dallas aquel 22 de Noviembre, fue algo verdaderamente terrible y estremecedor, pero sin duda todo un espectáculo público.

Joaquín Garrigues Walker comentó aquella tragedia en una Tercera de ABC (10/XII/1963) diciendo algunas cosas que deben valorarse teniendo en cuenta la situación política española en aquel entonces. El resumen de su artículo, basado en una anécdota auténtica, es el siguiente:

«Buenas noches, señor Presidente». En la noche del día 22 de noviembre de 1963, horas después del trágico asesinato del presidente Kennedy, un niño norteamericano, de tres años de edad, cumplía precozmente, al pronunciar esas palabras, un deber de cortesía con el ya entonces presidente de los Estados Unidos, Lyndon Johnson. Ese niño, huérfano de padre, benjamín de una familia excepcional, soportaba el peso de un hombre que ya sólo la historia podía juzgar: John F. Kennedy. Esta anécdota histórica ocurría en un salón de la Casa Blanca y en presencia de un grupo de personas íntimas de la familia Kennedy, del presidente Johnson y de la viuda del hasta entonces primer mandatario de la nación. ...Ni siquiera él, a los tres años de edad, tenía derecho a rebelarse contra aquella circunstancia insólita que le dejaba huérfano. Porque ciento ochenta millones de norteamericanos y otros muchos millones de ciudadanos en todo el mundo tenían el derecho inalienable, en virtud de un artículo de la Constitución, de tener un presidente y un «leader» que juraba su cargo en presencia del cadáver de su antecesor y de la viuda. ...Y de estas crisis los españoles tenemos quizá en nuestra historia pasada más ejemplos que ningún otro pueblo. Quiera dios que esas tristes palabras de un niño norteamericano, de tres años de edad, iluminen algún día las leyes constitucionales de todos los pueblos de la tierra y puedan, a su vez, aplicarse con la misma eficacia.

Pocos días después de esta anécdota en la Casa Blanca, Caroline Kennedy fue enviada a España para que saliera del ambiente trágico que reinaba en su país y tuve la oportunidad de convivir con ella, en mi casa, durante unos días. Me admiró su compostura, su fortaleza, su forma de entender la vida. A su corta edad, sabía perfectamente quién era. Sabía que era una Kennedy y que tenía que comportarse como tal. Nadie podía negarle el derecho a estar triste y ciertamente lo estaba. Pero con altura, con refinado y dulcísimo contenimiento. Comenté con ella el gesto de su hermano John y reaccionó diciendo que le parecía muy normal pero que no le había gustado que, al desearle buenas noches al nuevo Presidente, saludara al estilo militar.
Antonio Garrigues Díaz-Cañabate era en aquella época Embajador de España en Washington y en su libro «Diálogos conmigo mismo» se refiere a Kennedy del modo siguiente:

...Aparte de la relación que pudiéramos llamar puramente profesional, yo estuve varias veces en la Casa Blanca de una manera informal y amistosa. La última vez es la más interesante. Fui a recoger al presidente para acompañarle a la conferencia de prensa que hacía en el Departamento de Estado y que luego resultó ser la última que dio, porque dos días después ocurría la tragedia de Dallas. Salimos juntos por ese jardín que tantas veces ha aparecido en informaciones gráficas. Recuerdo que le pregunté que cuál era su estado de ánimo cuando iba a un acto tan difícil y tan comprometido como era una conferencia de prensa. Me sorprendió su respuesta a la española: «Yo creo que debe de ser muy parecido al estado de ánimo de un torero cuando se dirige a la plaza». ...Lo que más me sorprendió de él como ser humano fue ese gran misterio de la personalidad. La suya era excepcional, una de esas personalidades que se imponen, por así decirlo, con su sola presencia; que no necesitaba más que mostrarse para demostrarse. El Presidente Kennedy fue justamente eso: un presidente de verdad. Es decir, un presidente en posesión y en plenitud de su misión histórica. Y no un político, ni propiamente un hombre de Estado, sino un verdadero líder, que es más y que es menos que un hombre de Estado; es otra cosa. Tenía esa fuerza magnética de la que están dotados algunos hombres para mover y conmover a las gestes, para conducirlas a través de terrenos o tiempos difíciles.

En los comentarios anteriores (el lector sabrá entender y disculpar el excesivo prisma familiar) se definen las características básicas de un personaje histórico que fue amado y odiado en su país como ningún otro Presidente. El historiador francés Andre Kaspi dice en la magnífica biografía que publicó ABC en su «Colección de protagonistas del Siglo XX»: «No hay lugar a dudas. El inventor del mito Kennedy fue el propio Kennedy». Es una afirmación enteramente correcta. Kennedy fue, en efecto, una persona consciente de su enorme atractivo físico y mental y se comportaba siempre como un actor de teatro, de cine o de televisión, según las distintas circunstancias. Sabía elegir con especial cuidado las fotografías que potenciaban su carisma y su encanto y mimaba y se cuidaba de la prensa y de los medios de comunicación tanto o más que a sus amigos o adversarios políticos. Era un hombre vanidoso, consciente de su valía. Esta condición tiene sus ventajas y sus peligros. Genera por de pronto una tendencia al elitismo -tendencia por cierto que irritaba profundamente al americano medio- y a veces una pasión por lo puramente estético con independencia de los valores auténticos. Pero aún siendo verdad lo anterior, Kennedy -los seres humanos tienen dos caras- fue un gran político y un político que buscaba la grandeza de la vida pública. Prometió luchar, desde su Nueva Frontera, por una sociedad más igualitaria, es decir, contra la desigualdad racial y la pobreza, y logró avanzar a base de constancia y trabajo, en este peligroso camino a pesar de todas las inmensas resistencias que encontró su propio partido, en el partido republicano y en el mundo conservador americano.

Fue también un Presidente apasionado por la política exterior y se preocupó de forma especial de mantener una buena relación con Europa aunque poco a poco fue perdiendo la fe en ella. En aquel entonces el imperio del mal -los norteamericanos necesitan su existencia- era el comunismo y la actitud de Kennedy recuerda, en muchos aspectos, a la del Presidente Bush. «Que sepan todas las naciones, tanto si nos quieren bien como si nos quieren mal que pagaremos el precio que sea, que soportaremos la carga que sea, que nos enfrentaremos a cualquier dificultad, que sostendremos a todos los amigos y nos opondremos a todos los enemigos, con el fin de asegurar la supervivencia y el triunfo de la libertad». Con este espíritu se equivocó a fondo en Cuba (Bahía de los Cochinos) y en Vietnam aunque ganó con especial orgullo la crisis de los misiles. Puso sobre todo límites éticos -he ahí la diferencia con la situación actual- a esta lucha sin cuartel: «No podemos en tanto que nación libre, competir con las mismas armas que nuestros adversarios en materia de terror, de asesinato, de falsas promesas, de multitudes manipuladas y de falsas crisis».

La historia ya le ha juzgado y le seguirá juzgando durante mucho tiempo. He estado en Nueva York hace unos días y he visto las librerías repletas de libros nuevos y antiguos sobre un Presidente al que todo el mundo recuerda por aquella frase en su discurso inaugural con la que definía la obligación básica de un buen ciudadano: «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti, pregúntate lo que puedes hacer tú por tu país». Sólo por esa frase merece un puesto en la historia. En España somos muchos los que deberíamos hacernos en estos momentos esa pregunta.