Prejuicios nacionalistas en Cataluña

Sostiene lúcidamente Julián Marías, en La Guerra Civil ¿Cómo pudo ocurrir?, que el camino hacia la escisión del cuerpo social que tuvo lugar en España en los años anteriores al estallido del fratricidio de 1936 se alimentó de la reiteración permanente de aquello que se daba por supuesto: «Cuando los medios de comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se discute y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba, que, por el contrario, se usa como base para discusiones, diferencias y hasta polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o disputas que implican su previa aceptación». Y, a renglón seguido, añade: «Todas esas discusiones, que no se rehúyen, sino que se fomentan, tienen justamente la misión de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin crítica, por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda discusión ulterior». A estas interpretaciones, base de toda discusión, a la par que indiscutibles, podríamos denominarlas prejuicios, por obvias y no justificadas, previas y al margen de todo razonamiento. En la década de 1930, los intelectuales fallaron, asegura Marías, a la hora de denunciarlos.

Uno de los grandes éxitos del nacionalismo en Cataluña en los últimos 30 años ha sido, precisamente, la aceptación como evidentes, por parte de los catalanes, de cosas que distan mucho de serlo. Se trata de afirmaciones convertidas en prejuicios o presuposiciones, que transitan desde su natural condición de discutibles hasta el estatus de lógicas y evidentes y, en consecuencia, indiscutibles. No se pronuncian para ser comentadas o criticadas, sino como letanía de reafirmación, alimentadora de identidad. Asegurar que estas ideas prejuiciadas no resultan ni evidentes ni indiscutibles supone para el ciudadano arriesgarse a una mirada displicente, en el mejor de los casos, y a una acusación de tener autoodio, en otro peor. Y, en el campo político, a ser excluidos del sistema de partidos catalán, como les ocurre con harta frecuencia al PP y a Ciutadans. El diálogo de «nosotros» con los «otros» se convierte, al fin y al cabo, en inviable.

Han contribuido a esta situación, entre otras cosas más, un extendido clientelismo; los discursos machacones de políticos y opinantes afines; una televisión de régimen (TV3), adoctrinadora hasta el hartazgo, cara hasta la obscenidad; una prensa, una radio y unas asociaciones –Ómnium Cultural, por ejemplo– fuertemente subvencionadas; y, asimismo, la intensidad de la llamada normalización lingüística, que no sólo tiene efectos sobre la lengua, sino sobre todo en el nivel de las ideas y estructuras mentales. El proceso de renacionalización de la sociedad catalana, tanto en las etapas pujolista y masista, como en la de los tripartitos, ha sido de gran profundidad y los resultados a la vista están si comparamos lo que va de ayer a hoy. El debate sobre determinadas cuestiones se ha convertido en imposible. Aquellas que han devenido prejuicios constituyen ya verdades inamovibles, cuerpos integrantes de la religión nacionalista. La fe no admite ni impugnación ni matices. Aunque los nacionalistas catalanes tengan a gala presumir de talante dialogador, el intercambio resulta imposible, lastrado por el peso de un punto de partida prejuiciado.

Un par de ejemplos recientes pueden ilustrarnos sobre estos presupuestos nacionalistas en Cataluña. En los últimos días se ha conocido que la Generalitat ha distribuido a su maquinaria exterior para presentar a los gobiernos occidentales las razones por las cuales Cataluña debe separarse de España. Una de ellas, repetida por los políticos nacionalistas hasta la saciedad y que ha calado en una amplia parte de la población, consiste en sostener que desde su región se mantiene a muchas otras de la península Ibérica, en especial a las del sur. El resultado es que en aquellos territorios los servicios son mejores que en el que, de verdad, los está financiando. Cataluña mantiene, al fin y al cabo, a Andalucía y Extremadura.

Formular cualquier crítica a este tema es inútil puesto que se ha convertido en una evidencia. Duran Lleida lo expresó de manera muy gráfica en octubre de 2011: mientras que los payeses catalanes están viviendo grandes dificultades, en otros sitios de España, con nuestra aportación, los campesinos reciben subvenciones –el PER– para pasar una mañana o todo el día en el bar del pueblo. Vuelven los tópicos de siempre: los catalanes laboriosos frente a los gandules sureños. Sugerir que quizás los números utilizados estén parcialmente falseados, que una parte de las deudas de Cataluña quizás deberían atribuirse al despilfarro de la administración, o que, aunque la revisión del financiamiento y del Estado de las autonomías sean necesarios, quizás estas no sean la solución para todos los males, le convierten a uno en sospechoso de enemigo o traidor al sentido común –que, como es bien sabido, es el menos común de los sentidos– de la comunidad personificada.

El segundo caso que quisiera evocar nos lleva al sábado 27 de abril, día de la presentación de los fastos –el dinero para la sanidad y la educación escasea, pero para estos actos no se va a ahorrar– que en 2014 van a dedicarse a la conmemoración de los 300 años de la «derrota nacional» de 1714. Aseguró el presidente de la Generalitat que entre España y Cataluña existía un conflicto cultural, casi permanente y al que no veía solución: mientras que la cultura española tradicionalmente ha intentado imponer, la catalana ha intentado esencialmente el pacto. Imposición frente a diálogo, violencia frente a espíritu pacífico, dictadura frente a democracia: una incompatibilidad histórica, en definitiva. Los catalanes siempre han sido y siguen siendo, según los enraizados prejuicios, más dialogantes, más pactistas, más pacíficos –Ferran Soldevila, por cierto, tan reivindicado por el nacionalismo, contó cosas bastante distintas sobre el espíritu belicoso catalán–, más abiertos y más demócratas que el resto de los españoles. Atreverse a decir que las cosas no son tan simples o que de todo debe haber en la viña del señor es, simple y llanamente, impertinente.

Otros prejuicios bien anclados se resumen en frases como toda la culpa es de Madrid, Cataluña está oprimida, los catalanes son más ahorradores que el resto de pueblos peninsulares –no sé si cuando se afirma tal cosa se piensa en el Fórum de las Culturas y en el Memorial Democrático, monumentos al inútil derroche–, el Estado nos roba, Cataluña es más moderna y más europea que el resto. Hasta hace poco tiempo también se oía y leía que la política catalana era muy diferente de la española; ahora, sin embargo, ya nadie se atreve con el mito del oasis. Como quiera que sea, puede que no todo resulte falso o que en unos momentos específicos algunas de las anteriores aseveraciones se cumplan, pero su generalización y conversión en latiguillos esenciales las coloca al margen de toda discusión o disidencia. Ahí radica el auténtico peligro de un proceso que lleva a la incomprensión, al distanciamiento y, en último término, a la confrontación.

Los ardides y peligros del retablo de las maravillas que el nacionalismo escenifica en Cataluña resultan, en una mirada desprejuiciada, evidentes. Los intelectuales no deberían, en esta ocasión, aunque sea algo distinta de la que evocábamos al principio, fallarnos de nuevo.

Jordi Canal es historiador y profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París.

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