Preludio de Navidad

En una cena de amigos y familiares, el pasado verano, se inició la conversación por las acostumbradas rutas de la política local. Para evitar una estéril y tediosa incursión en los tópicos de siempre, que en los últimos tiempos pueden dar lugar a viscerales enfrentamientos, se me ocurrió dar un giro a la conversación suscitando un tema diferente -y algo exótico-, un tema que a todos nos importa (tanto o más que el pronóstico respecto a elecciones próximas). Comencé, de forma socrática, a interrogar a unos y a otros sobre sus creencias relativas a lo que sucede tras la muerte: ¿es la muerte el fin definitivo de nuestra vida? ¿O es el inicio de una vida diferente?

Quería evitar un posible choque de sensibilidades que degenerase en airadas proclamas. En torno a la mesa se encontraban lectores de distintos rotativos nacionales, que es tanto como decir: de diferentes panfletos políticos de derechas o de izquierdas. Me daba grima pensar que acabaríamos todos hablando en tono bronco, repitiendo los conocidos tópicos que pueden leerse, cada día, en ese insólito espectáculo, único en Europa, que hace de nuestra prensa un florilegio de intoxicaciones diarias de posiciones partidistas. Por no hablar de las emisoras de radio, por lo general no aptas para cardíacos.

Se ha inoculado veneno en la sociedad civil española por parte de un Gobierno irresponsable. Y eso afecta a las relaciones más entrañables, a los encuentros y desencuentros con gente próxima. Se impone, pues, recuperar el centro. Sí, digo el centro, el centro político, ese denostado y ridiculizado centro del que los extremistas no quieren saber nada, o que les provoca aversión e inquina.

Un centro de inflexión -siempre adjetiva- hacia la derecha o hacia la izquierda, y que unos y otros se empeñan en dejar vacío y sin sustento. Ese centro debe recuperar sentido, pulso, auctoritas. En él se halla lo mejor en ética, en política, en economía. Si Aristóteles resucitase se haría cruces de lo escasamente que se le entiende en ética y en política (a través de su idea genial del justo medio). Desde posiciones asilvestradas, cercanas al extremismo más atroz, se posee una especie de fóbica aversión a cualquier giro hacia el centro.

El centroderecha alberga serias posibilidades de recuperar el poder en las próximas elecciones. Para ello debe tomar -rápida y enérgicamente- distancias con actitudes extremadas, fruto amargo del odio entre los españoles, asumiendo la serenidad necesaria para dar fin a una horrorosa legislatura en la que ha oficiado de primum inter pares un gobernante inepto.

Si algo tiene solvencia y sustancia en España es ese centro en el cual nos sentimos y nos alojamos un sector nada desdeñable de ciudadanos: el que suele dar o quitar las opciones de gobierno. Los gobiernos fracasan y se arruinan cuando el gobernante de turno emprende tareas para las cuales no había sido elegido. Puede decirse que en esas circunstancias pierde el centro.

No se eligió al anterior presidente (Aznar) para que oficiara de aprendiz de brujo en el escenario internacional, conduciéndonos al ruinoso escenario irakí, tumba de necedades neoconservadoras. Ésa fue, a mi entender, la principal razón del correctivo político que sufrió en las últimas elecciones nacionales.

No se alentó el primer tripartito catalán para que se empeñase de manera obsesiva en la consecución del nuevo Estatuto (que nació bajo el signo de una maldición, como la del anillo en la ópera wagneriana). Ni se concedió la oportunidad de nuevo a los socialistas para que nos sumieran en escenarios imposibles: proceso de paz y reforma estatutaria unilaterales, aberrante ley de una memoria histórica que debe circular entre historiadores, pero no en debates legislativos proclamados a trompetazos.

Estamos ante un Gobierno incompetente que ha acreditado todos los méritos para ser rechazado por la ciudadanía. El centroderecha goza de una oportunidad magnífica para recuperar el poder. Pero su única vía es la aristotélica: situarse en el justo medio, evitar las voces engañosas que sólo entienden el lenguaje del odio entre los españoles, o que no conciben una oposición que se efectúe con pincel fino, o con modos y maneras que evitan a toda costa el insulto, el fácil chascarrillo: todo ese inventario de recursos que sustituyen la argumentación ideológica y política por una retórica acanallada.

Temía en esa reunión festiva del verano pasado -para celebrar la onomástica de un familiar querido-, que la conversación circulase por rutas ideológicas y políticas en las cuales no es nada fácil, en la España de hoy, hallar un consenso mínimo que garantice la paz civil entre amigos y conocidos.

Con el fin de corregir esa posible manera de arruinar de un plumazo una velada que podía resultar agradable tuve esa iluminación a la que me he referido. Salí de mi letargo como comensal resignado (resignado a hablar de personajes políticos que viven su minuto de gloria, pero que en cinco años habrán sido sepultados en la ley del olvido histórico) y me lancé al ruedo.

Les dije que deseaba proponer un tema de conversación menos coyuntural. «Quería preguntaros -les dije- qué opinión tenéis sobre lo que sucede tras la muerte». Alguien manifestó extrañeza ante tamaña extravagancia. Pero con sorpresa me di cuenta de que había sembrado una interesante semilla que no tardó en crecer y madurar. Poco a poco se fue animando la conversación. Se fue produciendo una conflagración de opiniones distintas. Algunos confesaron que habían pensado en profundidad en el asunto, otros seguían mirándome extrañados y sorprendidos. Pero todos quedaron intimidados y concernidos.

Pude comprobar una cosa: el número de personas que creían en alguna forma de supervivencia tras la muerte era, por lo menos, tan relevante y significativo como el de aquéllos que, o bien habían optado por creer que la muerte significa el fin final definitivo de nuestra existencia personal, o los que profesaban, bajo forma de agnosticismo, una radical suspensión de juicio. Pero hice también otra interesante averiguación: quienes creían en formas de supervivencia, fuese en términos de reencarnación, de fusión con la energía cósmica, o de resurrección de la carne en términos escatológicos, no eran necesariamente personas confesionales, o creyentes de un credo religioso.

Incluso advertí formas de larvado agnosticismo en algunos de quienes se confesaban pertenecientes a la comunidad católica vaticana. Como si en su profesión de fe se hallase inscrita la necesidad de no ahondar en estas cuestiones relativas a nuestra posible supervivencia tras la muerte.

Al final sólo se hablaba de este tema. La cena circuló a través de un interesantísimo cruce de argumentos, algunos basados en la extrapolación de teorías científicas actualmente vigentes, otros cifrados en la interpretación de pasajes de la literatura cristiana, especialmente del Nuevo Testamento.

Fue una cena con una conversación apasionante. En lugar de hablar de Montilla, de Mas, de Zapatero, de Rajoy, de Piqué, de Acebes, de Pepe Blanco, de Otegi (o de Bush y de Blair), se hablaba de Darwin, de la teoría del Big Bang, del Apocalipsis de Juan de Éfeso, del descenso de Jesucristo a los infiernos, o de las cartas de Pablo. O bien de la teoría oriental de la trasmigración de las almas. O del nirvana budista.

Ahora mismo se acercan las Navidades, que son, en gran medida, un gigantesco potlatch anual que nos recuerda que el regalo, el don, expresión poética de lo escatológico (según la genial apreciación freudiana), constituye la razón de ser misma del homo aeconomicus.

Esas fiestas son, sobre todo, una cita anual para revisar nuestras propias convicciones sobre ese asunto que nos atañe e importa como ninguno. Se celebra con la Navidad el don de existir, el milagro del nacimiento (y del renacimiento). Como sabía Franz Liszt, la tumba es quizás la cuna de una vida futura. Es suya la siguiente frase hermosa: «Nuestras vidas son preludios; preludios de una desconocida canción cuya primera nota es la muerte». Liszt encabezó su referencia a un poema de Lamartine, en uno de sus más conocidos poemas sinfónicos, con esta memorable definición.

Propongo a todos los que se den cita en estas fiestas familiares una conversación a fondo sobre temas religiosos y escatológicos. De este modo se podrán evitar innecesarios conflictos sobre temas políticos, o de coyuntura política española. Estas fiestas pueden ser lugar de encuentro o de desencuentro: en ellas estallan, con frecuencia, rivalidades y odios fraternos. Las cosas pueden terminar muy mal en Navidad, como lo muestra el estupendo final del Retrato de un artista adolescente de James Joyce.

Pero pueden generarse reveladores esclarecimientos sobre el tema que más debería importarnos a todos, por mucho que desconcierte a la mayoría. Un tema sobre el que la ciencia no tiene legislación alguna, aunque algunos falsos divulgadores se empeñen en decirnos, en sus burdas homilías, que la ciencia abona la idea de que con la muerte termina nuestra vida. Es importante no hacer decir a la ciencia lo que no está en condiciones de afirmar.

Mi respeto por agnósticos y ateos es grande siempre que sustenten sus creencias (o sus suspensiones de juicio) en una sólida argumentación. También lo es en relación con quienes forman parte de una confesión, o de una comunidad de culto, siempre que lo sean de manera responsable.

Lo que se llama fe y creencia, como sabían los romanos, tiene siempre el sentido de la confianza. Yo, por mi parte, confío, en términos luteranos, en ciertas escrituras cuyo sentido, cada vez que se acerca la fecha de cambio de año, se me ilumina: textos de los Salmos, de Isaías, de Pablo, de Mateo, del Discípulo Amado, de Juan de Éfeso. Cada año que pasa me siento más confiado en esas escrituras sagradas.

Pero lo que me ha reforzado esa confianza ha sido, sin duda, mi dedicación, durante más de cinco años, a una personal interpretación de los argumentos musicales. Para mí la música es mucho más que arte; o es arte sagrado, como dice el compositor Flammant en la inmensa ópera testamentaria Capriccio de Richard Strauss. La música es mi materia revelada. La compañía de compositores ha sido para mí el mejor camino para vivir una suerte de poética de la conversión, en registro filosófico y religioso, y sobre todo en vena existencial y vital, en línea semejante a la vivida en su día por gloriosos antepasados respecto a los cuales soy el más modesto y tardío de los seguidores: Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Dante Alighieri, Francisco de Asís, Juan Sebastián Bach, Antón Bruckner, Gustav Mahler, Arnold Schönberg.

El problema de Dios constituye una inferencia de la cuestión, existencialmente más acuciante, relativa a la posible forma de vida que puede postularse tras la muerte, en la modalidad oriental, cristiana, judía o islámica. O, por el contrario, a la extinción de la vida personal en una Nada absoluta sin remisión (al estilo del «creo en un Dios cruel» de la inmensa aria de Yago en la ópera de Arrigo Boito y Giuseppe Verdi).

En este punto tenía razón Unamuno, el más hondo de nuestros pensadores, que, sin embargo, extremó hasta el absurdo la contraposición entre razón y corazón, sin reconocer una suerte de razón fronteriza que sirviera de mediación. Advirtió con insólita lucidez que la verdadera cuestión filosófica y teológica es la relativa a lo que sucede en y después de la muerte. El tema de Dios es una importantísima derivación de un asunto existencial de inmenso calado. En él se decide quizás el sentido de nuestra vida.

Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.