Prensa e ideología

El sociólogo Max Horkheimer, de la Escuela de Frankfurt, fija dos etapas del mundo burgués que marcan la instrumentalización ideológica de los medios de comunicación. En una primera fase, la burguesía ascendente difunde unos valores sólidos: religión, patria y familia, y unas virtudes como el ahorro, la responsabilidad, la decencia, etc. A través de los púlpitos de la opinión pública se insuflaron esos valores en la sociedad. Cuando el desarrollo convierte el comercio en trasnacional se pierden las virtudes burguesas para dejar paso al estilo cosmopolita.

En la segunda fase, el capitalismo financiero se hace apátrida, esos valores y virtudes son trabas de las que hay que librarse para impulsar la tercera ola postindustrial que anunció Alvin Toffler. Ya no es tiempo exclusivo de familias poderosas, sino de corporaciones, más o menos anónimas, cuyo único valor es la cuenta de beneficios. El Club de Roma reconocía «una pérdida general de los valores que anteriormente aseguraban la coherencia de la sociedad (…) consecuencia de una pérdida de fe (…) y una pérdida de confianza en el sistema político y en quienes lo dirigen».

La moral antigua, nos cuenta Aquilino Duque, salta en pedazos y cede el paso a la sociedad tolerante. La burguesía hizo suyas las modas ideológicas y la indumentaria de la juventud respondona y convirtió sus ritos (conciertos, fiestas…), sus símbolos y su música en artículos de consumo. Recogió la información y la convirtió en publicidad. Era una rebeldía dirigida, el sistema necesitaba aplicar el síndrome de Lampedusa: cambiarlo todo para que nada cambie. Y buena parte de esos contestatarios se hicieron periodistas, comunicadores. Ingresaron en el equipo que dirige la opinión pública. Ese punto de inflexión lo marcó el Mayo del 68.

La sociedad represiva se hacía permisiva y en ella se disolvía la rebeldía que viajaba a lomo de libros y periódicos. La nueva norma viaja por todo el mundo y se expresa en las pantallas de los teléfonos y de los cines, de las televisiones y de los ordenadores.

Muchos medios de comunicación informan sesgadamente, según su ideología, educan en sus valores. Manuel Rivas Troitiño escribe que «el periodista no actúa como informador imparcial y neutral, al servicio de los ciudadanos para hacer posible el derecho a ser informados, sino al servicio de sus fuentes o fines». Victoria Camps lo remacha: «Casi nunca la información se da con el simple objetivo de informar. Detrás de la información hay siempre una intención». Para lo cual la información se manipula, se amputa o, incluso, se inventa, lo que llaman «el relato» que, cita Beneyto, reduce el mensaje a un lema, lo repite hasta la saciedad con una vigencia efímera por la catarata de informaciones sesgadas que recibimos de forma continua.

Frente a la concentración de los medios de comunicación en media docena de multinacionales y de su uso como aparato de propaganda del sistema, sólo puede oponerse la moral, la deontología de los periodistas, reacios a retorcer la verdad. Pero es una lucha desigual y el poder acaba por imponerse sobre la ética profesional, a base de dinero o de despidos.

La confusión se produce entre la libertad de expresión, que debe ser concedida hasta a los embusteros y a los locos, y el oficio de informar con sus propias obligaciones específicas. La defensa de una prensa de opinión, apoyada por Voltaire y Tocqueville, no supone patente de corso para manipular la información. El periodista tiene que hacer cuanto pueda para descubrir la verdad, saber que no ha omitido nada de cuanto sabía ni inventado lo que ignora, así es admisible el error en el análisis y la presentación de los hechos y antecedentes de la información sobre la que pontifica.

Constituyen, en las ciencias sociales, dos fenómenos diferentes: la mentira flagrante y la deformación ideológica. La mentira es una falsificación de datos, cifras o de hechos para construir una quimera: el nuevo relato. La mentira no es una simple ayuda, sino un componente orgánico del sistema. Aunque muchos medios usan de ambas, es cotidiana la deformación ideológica más que la mentira flagrante, aunque ambas conviven y en los mismos medios.

El problema es el enfrentamiento entre el informador y el militante. Bastantes periodistas tienen mucho de esto último, están disponibles para el poder, para satisfacerle. Por ello, en el periodismo la confluencia entre el militante y el informador provoca un déficit en la información que viene sesgada por el medio de transmisión.

Jean François Revel, en El conocimiento inútil, nos dice que la ideología supone una triple dispensa: intelectual, práctica y moral ante las obligaciones del periodista. La intelectual consiste en retener sólo los hechos favorables y lanzarlos como propaganda única. La dispensa práctica suprime el criterio de la eficacia, quita todo valor de refutación a los fracasos. La dispensa moral, el servicio a la ideología es el que ocupa el lugar de la ética. Las acciones no son buenas o malas sino en razón de la eficacia con que sirvan a la ideología.

Ese es el resultado de la mezcla de confundir lo que es con lo que le gustaría ser cuando olvidamos el consejo del veterano: informaciones contrastadas, opiniones independientes.

Byung Chul Han escribe en En el enjambre: «La información se caracteriza por una pura positividad, por una pura exterioridad. La información es acumulativa y aditiva, mientras que la verdad es exclusiva y selectiva. En contraposición a la información, no se amontona».

Gustavo Morales es director del Club de Periodismo del CEU.

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