Prensa libre

Alguien ha llamado cuarto poder a la prensa libre. De seguir esta sugerencia, me vería obligado a desistir de mi tendencia a llamar cuarto poder al constituyente, que evidentemente no coincide con el poder legislativo, porque es anterior y más alto que éste. Sea como fuere, lo que en todo caso resulta indudable es que vivimos en un mundo de informaciones continuadas, múltiples y de signo diverso, lo cual nos sitúa en una etapa única en la historia de la humanidad.

Hace ya tiempo que la prensa tiene la capacidad de apoyar o denostar causas públicas, con el efecto de asegurar su triunfo o fracaso. En la novela «Quo vadis» se alaba el poder del emperador de Roma, de quien dice el protagonista que puede elevar a un hombre hasta lo indecible, o hacerle caer en un instante en la más espantosa de las ignominias. Sin llegar a tales capacidades propias de las sociedades despóticas, lo cierto es que en nuestra moderna democracia la influencia de los medios alcanza cotas muy elevadas. Las campañas periodísticas estadounidenses contra España, cubriendo falazmente la guerra de Cuba, convirtiendo a los españoles en usurpadores vengativos, primitivos y voraces de la riqueza natural y generosa de los caribeños, es uno de los más acabados ejemplos de prepotencia informativa.

En efecto, la libertad de prensa tiene riesgos, los propios de la actividad pública de grupos de gran ascendiente social. Se da la posibilidad de que una línea editorial actúe no sólo como grupo de influencia, sino además apelando a prácticas inaceptables, como el directo falseamiento de la realidad, la exageración interesada de aspectos peyorativos de la noticia, la salida de contexto de elementos secundarios, logrando transmitir una imagen deliberadamente sesgada del hecho noticioso.

Sin embargo, la libertad de prensa es absolutamente necesaria para fundar una democracia moderna, siendo inaceptable cualquier restricción administrativa de dicha libertad. La gran defensa contra los errores y sesgos periodísticos pivota, precisamente, sobre mecanismos que la propia libertad de prensa asegura: la amplia competencia informativa puede dejar fuera de combate a medios de comunicación torticeros; la pluralidad editorial asegura que cualquier opinión poco seria o fiable pueda ser contrarrestada por otro medio más ético y mejor informado.

Lo excepcional es que los tribunales deban ocuparse de cuestiones relativas a la libertad de información. Quizá es este ámbito uno de los sectores sociales en donde menos conveniente resulta la intervención de la autoridad pública, y en los que la autorregulación se erige en modo decisivo de alcanzar el equilibrio ético. Del ámbito informativo me impresiona sobre todo el celo por la defensa del secreto profesional. No hay nada tan emocionante como observar una acción de defensa del ámbito privado de una profesión. El ejemplo más acabado es el secreto sacramental, aunque sin duda es incomparablemente superior al propio de cualquier otro ámbito. Según la ley canónica, el sacerdote confesor no puede preguntar al confesante cuál es el nombre de su cómplice (canon 979). Tampoco puede revelar el secreto confesado. No puede descubrirlo ni directa ni indirectamente, ni de palabra ni por escrito, ni por ningún otro medio imaginable. No puede descubrirlo ni total ni parcialmente, en ningún caso, en absoluto y por ningún motivo (canon 983). No puede el sacerdote hacer uso de los datos que hubiera obtenido en confesión (canon 984).

Evidentemente, el secreto periodístico no alcanza a tales extremos, que están basados en la libertad de conciencia religiosa, y en la inviolabilidad de los sacramentos. Ahora bien, ello no impide que pueda hablarse de un verdadero secreto periodístico de las fuentes de conocimiento, y que sin duda no es obligatorio revelar. Es conocida la expresión «antes la muerte que la fuente», atribuida a periodistas famosos, y que sin duda es exagerada, aunque representa una actitud profesional que hay que respetar.

No sólo la tradición del sector respeta dicha actitud defensiva, sino también la ley. El artículo 20 de la Constitución está construido sobre la libertad de información, que en gran medida ha de tener en cuenta el secreto profesional. La obligación de revelar la fuente de conocimiento no existe sino en casos excepcionales, que hay que analizar con gran cautela (STC 123-93) (Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Roemen contra Gran Ducado de Luxemburgo). Evidentemente, el periodista no puede ser altavoz de rumores no confirmados, ni actuar con desprecio de la verdad, ni de modo irresponsable sin comprobar la veracidad de la fuente. Pero la sociedad confía a su discreción, profesionalidad y buen hacer la misión de informar a la opinión pública desde la libertad, valor fundamental de nuestro ordenamiento, contribuyendo así a la formación de la opinión pública, expresión intuitiva del pueblo soberano del que todo poder emana.

Álvaro Redondo Hermida, Fiscal del Tribunal Supremo.

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