Presagios y cantes

En determinadas circunstancias, cuando el clima social se muestra tormentoso, es difícil resistirse a la tentación de echar mano de Klausewitz, casi siempre citado con cierta ligereza textual, desconsideración de la que suelen ser víctimas los autores más invocados que leídos. Traigamos pues a la integridad literal la descarnada convicción que el nada complaciente militar e historiador prusiano dejó sentada en su Tratado de la guerra: «La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de las mismas por otros medios». Demos por válido el epítome: la guerra es la política por otros medios. Y permítasenos parafrasearlo con matiz pesimista: la erradicación de la tolerancia es la guerra civil por otros medios.

Los españoles disponemos de una amplia casuística sobre la materia. Estamos acostumbrados, ya de antiguo, a resolver a garrotazos nuestras discrepancias. Conversos y renegados, progresistas y moderados, liberales y absolutistas, centralistas y federalistas, monárquicos y republicanos, izquierdas y derechas, rojos y azules… Entre nosotros, son infinitos los antagonismos que reafirman el criterio de que deberíamos ir pensando en asignar al Duelo a garrotazos de Goya la desalentadora consideración de alegoría nacional. Por idéntica razón, los célebres versos machadianos recuperan de vez en cuando la virtualidad de su condición agorera: «… una de las dos Españas / ha de helarte el corazón».

Presagios y cantesPero lo peor de esa especie de fatalidad idiosincrática no es la eventualidad de su desenlace, a menudo trágico, sino nuestras reticencias para eludirlo. Mejor dotados para embestir que para reflexionar, los españoles solemos hacer caso omiso de cuantas advertencias nos salen al paso. Por mucho que los hechos se nos planten delante de las narices con señal de que vienen a arrollarnos, preferimos escapar de la realidad a encararla. Al respecto, lo que desde hace tiempo está sucediendo en determinados territorios españoles corrobora nuestra imperturbabilidad innata. «Chufla, chufla, que como no te apartes tú...», decía el baturro del chiste, versión extremada del «nunca choveu que non escampara», que decimos los gallegos cuando descarga sobre nosotros el Diluvio Universal.

Desde hace demasiado tiempo, en esos territorios españoles que conforman lo que Sebastian Haffner llamaría «geografía del odio», se achican los espacios de convivencia. El matonismo, el escrache, la intimidación, la agresión sin tapujo y la kale borroka en distintas versiones e intensidades, son el pan de cada día. Aquí se golpea a un ciudadano por llevar un pin de la bandera de España; allí, se apedrea el escaparate de un comercio rotulado en castellano; allá, la partida de la porra arremete contra los asistentes a una conferencia o a un mitin; con el himno de Riego como música de fondo, el insulto y la injuria se pasean por micrófonos y platós, se hace del Rey muñeco del pim pam pum; se declara a voz en cuello la negativa a acatar las sentencias del Constitucional, se amenaza con el siniestro aullido de «arderéis como en el 36» y hasta se infringen desafiantemente las leyes desde tribunas institucionales. Todo vale para munición de combate y, así, se llega al extremo de que un ministro del Interior justifique (no nos atrevemos a decir que aliente) las agresiones a los participantes en un desfile del Orgullo Gay, simple y llanamente porque no son de su partido. «Incidentes menores», despacha algún flemático editorialista. Allá cada cual con su conciencia, ¿pero no es una ligereza equiparar ciertos comportamientos de violencia fanática a meras «gamberradas de algunos grupos», como pretenden quienes, en lugar hacer frente a sus responsabilidades, prefieren mirar para otro lado?

En 1931, Federico García Lorca grabó, con Encarnación López La Argentinita, diez de las «Trece canciones españolas antiguas» rescatadas y anotadas por el propio poeta. Quizá la que haya obtenido mayor acogida popular entre todas ellas sea el jaleo (un palo prácticamente desaparecido, al menos en su original pureza, según los flamencólogos), y de él, su controvertido e inquietante estribillo, del que aparecen registradas dos versiones, igualmente conocidas: Anda jaleo, jaleo; / ya se acabó el alboroto / y ahora empieza el tiroteo, se canta en una de ellas, mientras en la otra se modifica ligeramente el verso final: ya se acabó el alboroto / y vamos al tiroteo. Estas «canciones españolas antiguas» están recogidas en varios discos que la casa La Voz de su amo sacó al mercado en 1931, año inaugural de un período de la historia de España rico en ilusiones y en decepciones, en esperanzas y en frustraciones… y en jaleos y en tiroteos; un quinquenio, mes arriba, mes abajo, que sirvió de exordio a lo que Paul Preston llama «el holocausto español».

Después del alboroto, el tiroteo, resume el cantar. «En los antecedentes están los consecuentes», dictaminó, a cuento de la gran tragedia, aquel «europeísta constructivo» (la autoría de tal definición corresponde al «revolucionario profesional» Julián Gorkin) que fue Salvador de Madariaga. A ras de suelo, los españoles solemos expresar lo mismo con un viejo dicho: «De aquellos polvos vienen estos lodos».

Tal es el paisaje. No obstante, quien cometa la osadía de insinuar alguna paridad entre lo que acontecía en la España de hace ochenta y tantos años y lo que acontece en la España de hoy incurrirá en flagrante delito de alarmismo y se le etiquetará de catastrofista. Por lo visto, para los adeptos a la evasión como norma, lo que el país necesita es menos advertencias pesimistas y más granjas de avestruces. Al fin y al cabo, ya lo han proclamado hace tiempo los oráculos del llamado «pensamiento mágico»: «lo que no se nombra no existe».

Pero con alarmismo o sin él, lo que está a la vista podrá enmascararse pero no puede ocultarse, por mucha arena que nos echemos a los ojos. Cuando la gravedad de los hechos alcanza ciertos límites no vale mirar para otro lado ni tratar de diluir la realidad en el aguachirle de lo anecdótico. A veces, las hogueras se atizan con el silencio. Y es bien sabido que quien juega con fuego acaba quemándose.

Juan Soto es escritor y periodista.

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