Prescripción es impunidad

Aunque pueda resultar incómodo, es preciso recordar que en España hay muchas víctimas del terrorismo que no han recibido justicia. Víctimas que, a la victimización primaria ocasionada por el acto terrorista y a la secundaria del abandono y de la falta de solidaridad que en muchos casos experimentaron tienen que añadir una tercera: la provocada por la impunidad. Se trata de una impunidad real, que se perpetúa cada vez que se declara la prescripción de un delito de terrorismo.

Según informes de la Fundación de Víctimas del Terrorismo existen todavía cerca de un centenar de asesinatos de ETA sin resolver, desconociéndose la identidad de los autores. De ellos, una treintena se cometieron hace ya más de veinte años por lo que habrían prescrito. Por otro lado, la Ley de Amnistía de 1977 -aunque esto es discutible- extinguió la responsabilidad penal por los delitos «de intencionalidad política», cualquiera que hubiera sido su resultado, cometidos en España hasta el 15 de diciembre de 1976. Discutible, porque son crímenes de lesa humanidad carentes de justificación (incluida la hipotética «intencionalidad política») y, por lo tanto, ni pueden ser objeto de amnistía ni prescriben.

La impunidad que se deriva de la prescripción resulta todavía más sangrante respecto de atentados contra miembros de la Guardia Civil y de la Policía, al no existir ninguna indagación sobre la situación procesal de muchos de los asesinatos de aquella época. De los casos controlados por las asociaciones de víctimas del terrorismo se desprende la existencia de en torno al medio centenar de casos de los años 70 y primeros de los 80 que no fueron esclarecidos judicialmente, preferentemente por la escasa implicación judicial de aquellos años que despachaban sumarios en unos pocos folios y unos escasos días de investigación.

No es de extrañar, por tanto, que esta realidad estremecedora para las víctimas del terrorismo haya sido calificada por alguna de ellas como «injusticia perpetua», porque lo es. Una injusticia perpetua que conlleva la consolidación en España de una situación de impunidad incompatible tanto con la condición de Estado de Derecho como con las obligaciones internacionales contraídas. Al mismo tiempo, provoca otro estado de victimización, porque ese centenar de víctimas, aunque hubieran podido recibir algún tipo de compensación económica, no han visto hecho realidad su derecho efectivo a la justicia y sin justicia no hay reparación merecedora de tal nombre.

La realidad ha vuelto a mostrarse con toda su crudeza respecto de las víctimas del terrorismo. En especial para los familiares de José Maria Latiegui Balmaseda porque mediante auto de 24 de noviembre de 2009, la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional ha estimado la prescripción del delito de asesinato cometido el 14 de abril de 1981 en su persona; delito imputado a José Antonio Zurutuza Sarasola. Cabe imaginar la desolación de sus familiares. Se trata de un auto particularmente doloroso. En primer lugar, porque tiene en contra el voto particular del presidente de la Sala de lo Penal, Gómez Bermúdez, que entiende que el delito de asesinato del Sr. Latiegui no ha prescrito.

Pero sobre todo porque ese auto pone de manifiesto que, a pesar de los avances experimentados en España en orden al reconocimiento de la dignidad de las víctimas y de su derecho a la justicia, todavía queda mucho camino por andar para que la víctima se haga visible y para que la injusticia de que aquella ha sido objeto -en este caso, un asesinato- tengan su justo peso y su justa medida en el fiel de la balanza. De ser así, autos como el que comento nunca tendrían lugar porque al lado de la prescripción y de los principios que la informan, el papel y el peso otorgado al interés superior de la víctima, encarnado en el principio in dubio pro victima, deberían conducir a los jueces a inclinarse por ésta y a no estimar la prescripción de ningún delito de terrorismo.

A mayor abundamiento: los delitos de terrorismo no son delitos comunes ni equiparables a éstos. Las normas y la jurisprudencia internacionales los definen como actos criminales de extrema gravedad, carentes de justificación, que son realizados con el propósito de causar la muerte o lesiones graves o de tomar rehenes, con la intención de provocar un estado de terror en la población, en un grupo o en determinada persona; de intimidar a una población o de obligar a un Gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de realizarlo. La gravedad de algunos actos de terrorismo es tal que poseen la calificación de crímenes de lesa humanidad (y, por lo tanto, son imprescriptibles). Esta es la vía sugerida por el presidente de la Corte Penal Internacional para que la Corte pueda juzgarlos mientras no se recoja en su Estatuto el crimen de terrorismo, tarea en la que están embarcadas varias asociaciones de víctimas y que acaba de ser defendida en La Haya, en el marco de la asamblea de Estados Partes preparatoria de la que tendrá lugar en Kampala, para revisar el Estatuto.

En definitiva, no siendo los delitos de terrorismo equiparables a los delitos comunes y no siendo tampoco sus víctimas, víctimas comunes, estimo todavía más desafortunado el auto de la Sala de lo Penal del 24 de noviembre porque, en mi modesta opinión, en el ordenamiento español existen mimbres suficientes para construir otras interpretaciones más acordes con la gravedad del delito cuya prescripción se juzga, con el derecho de toda víctima a que se haga justicia y con las consecuencias tan perjudiciales que conlleva declarar la prescripción de un delito de terrorismo: la denegación del derecho de la víctima a recibir justicia y la instauración de la impunidad. Tanto el sentido común como, sobre todo, el sentido de justicia, obligan a concluir que no corresponde pagar a las víctimas del terrorismo el precio de la inacción o de la acción negligente o defectuosa del Estado. Máxime, cuando otras interpretaciones son posibles.

Carlos Fernández de Casadevante, catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Rey Juan Carlos.