«Presente crudo, futuro sombrío»

Por José Antonio Zarzalejos (ABC, 06/03/05):

«Somos una Iglesia evangélica y apostólicamente debilitada en una sociedad poderosa» han escrito el arzobispo de Navarra y los cuatro prelados del País Vasco, para los que «es duro comprobar la apatía religiosa de muchos creyentes, el rechazo de numerosos increyentes y los problemas que unos y otros tienen con la Iglesia». Concluyen estos obispos que la «Iglesia vive momentos de apretura. El descrédito de la institución eclesial nos preocupa. El presente es crudo; el futuro es sombrío».

Estas expresiones desalentadas han sido escritas apenas hace quince días, con motivo del inicio de la Cuaresma, y enlazan con el diagnóstico formulado por Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, en su decisivo discurso de 12 de noviembre de 2004 en el congreso de apostolado seglar celebrado en Madrid. La disertación del actual vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española ha pasado a ser una auténtica hoja de ruta de la Iglesia en España. Sebastián rompe cautelas, se salta tópicos y correcciones argumentales al uso y en una conferencia de más de veinte apretados folios, con una prosa casi desafiante, zarandea la conciencia de la sociedad actual, pero -y esto es lo más importante por inédito- hace lo mismo con la propia Iglesia.

Se atribuye a Fernando Sebastián, precisamente, la redacción de la Instrucción Pastoral titulada «Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias» que en noviembre de 2002, y como reacción a la carta de los obispos de Bilbao, San Sebastián y Vitoria («Preparar la paz»), establece una definitiva condena, no tanto del terrorismo -siempre aborrecido por los obispos- sino de las ideologías subyacentes, es decir, del nacionalismo fanático y radical.

Estas piezas teóricas que abarcan la situación moral de la sociedad española abordan el más grave problema de nuestra convivencia y pergeñan la autocrítica a la propia institución eclesial, son los instrumentos doctrinales más rigurosos y actuales con los que el que será reelegido o elegido presidente de la Conferencia Episcopal -según sea o no el cardenal de Madrid, Rouco Varela- habrá de enfrentarse a una nueva etapa del catolicismo en España.

Pero han querido las circunstancias que ese nuevo capítulo de la Iglesia española disponga de un auténtico directorio de respuestas en el último libro de Juan Pablo II -«Memoria e identidad»-, que es un texto que sirve, entre otras muchas cosas, para entender en una perspectiva moral católica grandes fenómenos de la reciente historia europea, desde el comunismo al nazismo, pasando por el contenido de conceptos tan controvertidos como el de nación, patria, cultura, bien y mal, libertad y trascendencia. El libro del Papa es de una belleza extraordinaria en lo literario; de una gran sencillez comprensiva; de una sensibilidad emocionante y, en fin, de una categoría intelectual tan contundente que define el perfil de un hombre que sin duda es ya uno de los personajes más decisivos del último siglo.

En estos tiempos de «apretura y descrédito» de la Iglesia, según los obispos, y con las bases diagnósticas y doctrinales actualizadas para comenzar a superar la crisis, la izquierda española ha irrumpido con unas políticas laicistas, es decir, de inmoderada beligerancia hacia la Iglesia, que se insertan en un proceso de transición -siempre desconcertante- en el seno de la jerarquía eclesiástica en España, coincidiendo también con el ocaso del pontificado carismático de Juan Pablo II.

El Gobierno socialista aspira a una sociedad española laica, no meramente confesional, que es la que define el artículo 16 de la Constitución. A nadie puede sorprender que sea así. El socialismo europeo ha perdido sus signos de identidad en casi todos los ámbitos de la gestión pública hasta hacerse intercambiable con las derechas democráticas. Por eso ha ido recurriendo a actitudes y comportamientos en relación con ciertas minorías y problemas -su relación con la Iglesia, entre otros- que le ofrecen alguna singularidad respecto de sus alternativas políticas.

Los instrumentos de relación entre la Iglesia y el Estado son en España de hace muchos años (de 1979, los acuerdos con la Santa Sede; de 1980, la Ley de Libertad Religiosa) y, en algunos aspectos, requieren retoques. De esta situación y de las circunstancias críticas en el seno de la Iglesia -en los términos tan bien definidos por el arzobispo de Pamplona- se beneficia el oportunismo de la izquierda, que pretende una ofensiva que se articula desde distintos frentes: el de la enseñanza de la religión, el de las normativas que alteran los valores seculares pero de aportación cristiana en la conformación de la familia, el de la admisión precipitada en su maduración ética de los avances de la biomedicina y de la investigación terapéutica y el del cuestionamiento de la financiación de la Iglesia. Todos estos planteamientos se valoran como impulsos de una política «progresista», que igualará todas las «opciones religiosas» y hará «neutro» el comportamiento del Estado, argumentos todos ellos de contenido aparentemente blando y razonable y de incuestionable estética dialéctica.

Los obispos españoles, en el inmediato plenario de su Conferencia, tienen que enfrentarse a esta situación con diversas medidas, pero una de ellas es la más significativa: la determinación de un liderazgo social reconocible en uno de los prelados, o la confirmación, por excepcional tercera vez, del cardenal Rouco Varela en esa misión. La Iglesia no debe entrar en colisión «política» con un Gobierno democrático porque sus lenguajes y propósitos son distintos; pero no debe ni callar ni aquietarse a medidas, decisiones y políticas que crea incompatibles con la proclamación de sus propias verdades morales y teológicas.

Es importante que lo haga, y que lo haga bien, porque las sociedades modernas lo precisan para romper la amenaza de un nuevo totalitarismo con los rasgos que intuye Alain de Benoist en su último y espléndido ensayo («Comunismo y nazismo. Veinticinco reflexiones sobre el totalitarismo en el siglo XX»): «La naturaleza intrínsecamente prometeica de la actividad científica, la autonomización de la técnica, la aceleración de la concentración industrial y constitución de monopolios, la uniformización de las costumbres, la orientación cada vez más conformista de los pensamientos, la anomia social derivada de la paradójica conjunción del individualismo y el anonimato masivo, y la extensión de la arbitrariedad cultural que condiciona la socialización de los individuos a través de los medios de comunicación».

La alternativa a esta negativa pero realista previsión del intelectual francés sería buscar la «memoria» como referencia moral y la «identidad» como afirmación actual, tal y como lo hace el Papa en su último libro. Ambos serían objetivos muy sugestivos que evitarían el «futuro sombrío» que algunos auguran a la Iglesia.