El año 1975, al morir Franco, muchos españoles nos sentimos ilusionados con el futuro que se nos abría a los ojos. La anhelada democracia podría establecerse. Y en nuestra idea de ese próximo régimen de convivencia en libertad, los partidos políticos serían piezas esenciales, los Juzgados y los Tribunales de Justicia ampararían con rapidez y eficacia nuestros derechos, los sindicatos y las organizaciones empresariales canalizarían y defenderían un justo sistema socioeconómico, el Parlamento representaría políticamente a los ciudadanos, los gobiernos resultarían controlados por los mandatarios del pueblo soberano. Pero tal convivencia ideal no se ha realizado.
En este momento de crisis ideológica, más grave que la crisis económica, voy a reflexionar sobre lo que, a mi juicio, tenemos delante. Serán tres o cuatro comentarios sobre el actual régimen político español. He de aclarar, en primer lugar, lo que yo entiendo por «régimen político».
A diferencia del sistema constitucional, que es la posible organización descrita, con más o menos detalles, en el texto de la Constitución, el régimen político tiene en cuenta, además, los poderes que funcionan en la sociedad, los cuales pueden desvirtuar ciertas reglas de la Ley Suprema, contribuyendo, en todo caso, a un modo determinado de convivir, real y efectivo, que eso es el régimen político. Debemos considerar y valorar, en suma, lo jurídico y lo político, en una unidad principial (de principios) en la que el derecho formaliza a la política, y ésta al derecho.
Vengo defendiendo esta idea del régimen político desde mis primeras oposiciones a cátedra, en 1955. Se trata de una aplicación a nuestro Derecho Político (el mejor nombre de nuestra asignatura académica) de la tesis de mi maestro Xavier Zubiri sobre la unidad principial (de principios y no de partes) del ser humano. En su caso, el cuerpo y el alma.
Visto así el régimen político, hay que considerar el que funciona ahora en España. Aparentemente, y si sólo se tuviese en cuenta el texto constitucional de 1978, nos encontraríamos en un sistema parlamentario. Pero en realidad aquí nos gobierna un presidencialismo encubierto.
En el actual régimen español, el presidente del Gobierno disfruta de un estatuto político superior al descrito para él en la Constitución de 1978. Tiene más poderes, y los controles a su tarea son menos eficaces. El presidente se ha convertido, sin duda, en la institución medular.
El texto constitucional, sin embargo, define la forma política del Estado como Monarquía parlamentaria (art. 13). Se afirma en nuestra Norma Fundamental que las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus presupuestos y controlan la acción del Gobierno (art. 66.2). Rematándose la caracterización del sistema parlamentario con este precepto: «El Gobierno responde solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados» (art. 108).
Las causas señaladas en algunos parlamentarismos extranjeros para su metamorfosis, perdiendo en ellos importancia las Cámaras en beneficio de los Gabinetes ministeriales y, dentro de éstos, en favor de la preminencia del primer ministro, se pueden encontrar en España. Pero, además, hay que buscar los motivos concretos, específicos del régimen español.
El sistema electoral, con listas cerradas y bloqueadas, deja en manos de los comités centrales de los partidos la designación de los candidatos. La Constitución exige (art. 6) que los partidos tengan una estructura democrática y un funcionamiento democrático. Pero tal norma se incumple.
la práctica electoral, a partir de la campaña preparatoria de los primeros comicios democráticos, el 15 de junio de 1977, se orientó por la senda de la espectacularidad, con gastos fabulosos de propaganda y centrando cada partido su estrategia en un dirigente, presentado al gran público como líder nacional. No se buscaron personalidades con arraigo en las circunscripciones electorales, sino que las siglas de los partidos, avaladas por el líder nacional, constituyeron (y constituyen) la oferta.
En 1977 y en 1979, Adolfo Suárez, al frente de UCD, ganó la mayoría relativa de los escaños del Congreso, asumiendo la jefatura del Gobierno. No fue nunca un primus inter pares, ni en el partido, ni en el Gabinete. Actuó como líder y cuando un sector de UCD le negó ese carácter, se inició la descomposición interna que terminaría con la desaparición del partido.
A partir de la entrada en vigor de la Constitución, el 29 de diciembre de 1978, la mayoría relativa que apoyaba en el Congreso al presidente Suárez no era suficiente para asegurar la estabilidad del Gobierno. Pero fuera del Congreso, en aquella época, el liderazgo de Suárez -aceptado por los suyos y por los otros, como ocurre con todos los auténticos liderazgos- reforzaba extraordinariamente su estatuto político ante los diputados de la oposición. Las mociones de censura, aunque fuesen constitucionalmente posibles, no prosperarían, siendo su único efecto acentuar las divisiones internas de la mayoría.
Un parlamentarismo auténtico no funcionó entre 1978 y 1981. El presidente del Gobierno, en el seno del Gabinete, impuso sus decisiones. Actuó como ganador de las elecciones y recordando a ministros y diputados de UCD que gracias a él ocupaban sus puestos. Los conatos de indisciplina en el grupo parlamentario se solucionaron, en un primer momento, sin dificultades, pues los diputados eran conscientes de que fuera de las listas cerradas y bloqueadas de la próxima oportunidad, no había salvación política. Dentro del Gabinete, la preminencia del presidente se tradujo en cambios frecuentes y remodelaciones varias, llegándose a una cifra alta de ex ministros de Suárez.
Presidente de UCD, con plenitud de atribuciones, presidente del Gobierno, con respaldo suficiente en el Congreso de los Diputados, y líder nacional dotado de cualidades excepcionales para la comunicación directa con los ciudadanos a través de la televisión, Adolfo Suárez no se comportó nunca como el primer ministro de un sistema parlamentario. Sus gobiernos fueron presidencialistas y el régimen político en su totalidad no llegó a configurarse como parlamentario.
Durante el paréntesis de la presidencia de Leopoldo Calvo-Sotelo, la herencia del presidencialismo se debilitó. Las circunstancias eran ciertamente especiales: el intento fallido del 23 de febrero de 1981, precisamente mientras se votaba la investidura de Calvo-Sotelo. La posición política de éste no era comparable a la de Adolfo Suárez. Calvo-Sotelo no fue reconocido como líder de UCD. Le faltó el apoyo popular que poseía Suárez. Fue en este corto período cuando las normas constitucionales adquirieron una cierta vigencia, y el sistema parlamentario despuntó en el horizonte.
Con las elecciones del 28 de octubre de 1982, el presidencialismo de Adolfo Suárez se acentuaría notablemente en Felipe González. Obtuvo el PSOE en las urnas la mayoría absoluta de los escaños del Congreso de los Diputados, proporcionando estos resultados electorales una estabilidad completa al Gobierno. El partido ganador estaba internamente organizado con una fuerte disciplina. Tanto por el número de diputados como por el carácter de su partido, Felipe González se instala más confortablemente en La Moncloa que Adolfo Suárez. Las elecciones del 82, y las siguientes del 86 y del 89, se plantearon y desarrollaron de la misma forma que las de los años 1977 y 1979, o sea como unos duelos entre los dirigentes nacionales, sin que los electores prestasen demasiada atención a los nombres de las listas provinciales, cerradas y bloqueadas por los comités centrales de los partidos.
Todas las circunstancias políticas que favorecen los presidencialismos se han dado en España. El presidente Felipe González tuvo, como tenía el presidente Adolfo Suárez, dotes extraordinarias para la comunicación directa con el gran público. Su liderazgo nacional apareció antes de la victoria del 82 y se robusteció en los años de presidente del Gobierno. Luego, Aznar no alcanzaría las altas cotas de un liderazgo nacional, aunque cumplió. La presidencia de Rodríguez Zapatero es la menos brillante. El presidencialismo encubierto casi desapareció. Cuando finalice el mandato de Rajoy será el momento de valorar su gestión presidencial.
Manuel Jiménez de Parga es ex presidente del Tribunal Constitucional.