Presupuestar en España

Solía hablar el profesor Fuentes Quintana de la «difícil conjugación del verbo presupuestar». Elaborar, debatir, aprobar/enmendar, ejecutar y controlar un presupuesto público son, todas ellas, secuencias de un complejo proceso en el cual se entrecruzan factores e influencias de carácter económico, político, administrativo y cultural, en el más amplio sentido de estos términos. Pero cuando hablo de factores políticos me refiero a la acepción más noble y positiva de los mismos. El sustantivo griego politiká alude a «los asuntos de la polis, a los asuntos públicos o comunes» (J. Abellán, Política, 2012), y ha de entenderse que no a los asuntos que representan intereses meramente privativos de grupos o banderías, literalmente de bandos o parcialidades, como aclara el DRAE. De modo que hoy en día, aun en el marco de las democracias representativas bastante imperfectas en las que nos desenvolvemos, los Presupuestos, como documentos previsionales de gastos-ingresos públicos, deben limitar su contenido a autorizar los gastos estrictamente necesarios de la polis ya estimar los recursos razonablemente previsibles para su financiación. Necesidad, equidad y eficiencia, cuando menos, deben ser los criterios informadores de la actividad económico-financiera del sector público. La moderna Ciencia de la Hacienda fija con bastante claridad los linderos de la acción económica del Estado.

Un ilustrado oficial del Ministerio de Hacienda de nuestro siglo XIX, Modesto Fernández y González, escribió: «Un Presupuesto es el reflejo de las fuerzas tributarias de un país, del estado de su cultura, de la situación de su Hacienda, hasta de la forma de las instituciones políticas y sociales, como que en él se resumen todos los servicios públicos y todas las cargas que pesan sobre el contribuyente» (La Hacienda de nuestros abuelos, 1874). Menos literaria es la escueta definición debida a Fritz Neumark, en la que parece haberse inspirado el artículo 32 de nuestra LGT: el presupuesto clásico o administrativo es «[…] el resumen sistemático, elaborado por periodos regulares, de las previsiones, en principio obligatorias, de los gastos proyectados y de las estimaciones de los ingresos previstos para cubrir dichos gastos.

Con tal planteamiento, la elaboración de unos Presupuestos del Estado parece cosa sencilla. Bastaría con inventariar para cada ejercicio, primero, las necesidades colectivas de lo que técnicamente denominamos bienes públicos puros (defensa nacional, orden interior, administración de justicia, representación exterior,…) y bienes preferentes (sanidad, educación,…), etc; así como con estimar, después, los ingresos previsibles para su financiación. Las técnicas apropiadas para la determinación de los gastos (presupuestación en base cero; por programas; de tareas; análisis coste-beneficio; etc.) y para la estimación de los ingresos, atendiendo al sistema tributario vigente y a la previsible evolución de las macromagnitudes económicas sobre las que el mismo incide, son bien conocidas. Lo de las posibilidades de endeudamiento como fuente de financiación es otra historia, bien delicada. Por eso nuestros abuelos llamaban al capítulo de la deuda pública «Hacienda extraordinaria».

Lo cierto es que, según es ya habitual, en 2018 nuestra manifiestamente mejorable partitocracia ha venido conjugando el verbo presupuestar de manera más que irregular. Si vale la metáfora, diríamos que ninguna de las formas de dicha acción verbal (persona, número, tiempo o modo) ha expresado con claridad la correcta significación del infinitivo «presupuestar». No, desde luego, como ortodoxa práctica hacendística. Más bien se nos ha ofrecido el panorama reiteradamente denunciado por la public choice. Políticos y burócratas planifican las finanzas públicas con un claro sesgo hacia sus propios intereses. Su comportamiento no difiere esencialmente del de otros actores sociales: mediante el presupuesto, quienes negocian y deciden su contenido final subvienen a sus intereses, no necesariamente al interés general. Desde D. Blach (1948) hasta J. Buchanan (Nobel de Economía, 1986), pasando por K. J. Arrow (1957) o el recientemente fallecido W. Niskanen, entre otros, la cuestión resulta evidente. La desviación entre lo que podríamos denominar un presupuesto óptimo desde el punto de vista del interés general y el presupuesto resultante de la negociación partidista, tiene un enorme coste, pero este coste no es soportado por quienes lo ocasionan (beneficiarios del mismo) sino por los sufridos ciudadanos contribuyentes. Esto explica no sólo gran parte del crecimiento secular del gasto público en su conjunto, sino también de su sectaria orientación hacia ideológicos objetivos de ingeniería social.

Repare el lector en los siguientes titulares y opiniones periodísticas de días atrás, en relación con las vicisitudes de los Presupuestos del Estado… ¡para lo que queda de 2018!: «Al aprobar el cupo vasco, el Gobierno perdió el fórceps con que podía arrancar al PNV los votos necesarios [para la aprobación de los Presupuestos]»; «El PNV mira al bolsillo y da vía libre a los Presupuestos de 2018»; «El PNV cierra la crisis de los Presupuestos y abre la del soberanismo vasco»; «A cambio de unas inversiones en el País Vasco cuyo valor supera los 540 millones de euros, el PNV terminó por inclinar la balanza de los Presupuestos del lado del Gobierno»; «El PNV salva al Gobierno mientras negocia con Bildu “una nación vasca”»; «Rajoy confía en el apoyo del PNV a los Presupuestos de 2018 pese al 155 en vigor»; «Unión del Pueblo Navarro solo votará los Presupuestos si Rajoy firma que no acercará a los presos [terroristas vascos]»; «Rajoy cierra con el nacionalismo canario su voto a los Presupuestos». En definitiva, se trata de algo parecido a lo del viejo juego napolitano: «Yo te doy una cosa a ti… tú me das otra cosa a mí».

Pero, como es sabido, la cosa no terminó ahí. Tras la reciente moción de censura y el desahucio político del Gobierno popular, la pelota presupuestaria volvió al tejado de la Cámara alta y, como gráficamente señaló J. Fernández-Miranda en estas mismas páginas de ABC, en dicha cámara se desveló hasta qué punto el Partido Popular «[…] estaba dispuesto a enmendarse a sí mismo [el subrayado es mío] para retirar las concesiones otorgadas en abril al PNV». Paradoja de las paradojas, auténtica perla argumental para la doctrina de la public choice. Nada tiene esto que ver, desde luego, con la correcta conjugación del verbo «presupuestar». En todo caso, de vuelta el engendro al Congreso de los Diputados, ya tenemos presupuestos para lo que queda de 2018.

Inevitablemente viene a la memoria la máxima programática de don Juan Bravo Murillo, presidente del Gobierno de España que mereció de sus contemporáneos el calificativo de «Honrado Concejo de la Mesta», allá por 1850; año en el que, precisamente, el estadista extremeño dotó al país de su primera Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública. Decía Bravo: «Menos política y más administración». Porque es cierto que, como afirmaba también un autor anónimo de nuestro siglo XVIII, «los Estados viven por su Hacienda, pero también mueren por ella».

Leopoldo Gonzalo y González, catedrático de Hacienda Pública.

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