PRI ‘reloaded’

Los seres humanos saben cuándo van a perder o ganar. En los viejos tiempos, cuando la política era una cuestión racional, las encuestas pulsaban la atmósfera de una sociedad en un determinado momento. Ahora que la política es emoción, solo el estado de ánimo del grito primario de las redes sociales sirve para intuir hacia dónde vamos. El proceso electoral en México, con fases tan curiosas como el periodo de intercampaña —una especie de pausa electoral de dos meses—, se perfila como un espectáculo lleno de nuevas figuras e intensidades emocionales sin precedentes.

En teoría, la campaña tiene tres grandes jugadores: el gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI) con su candidato que no era priista, sino un ciudadano para el que se modificaron los estatutos con el fin de que pudiera presentarse: José Antonio Meade; el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), que es el instrumento práctico de acción política del eterno aspirante a la presidencia, por lo menos en los últimos doce años, Andrés Manuel López Obrador; y una asociación de derechas e izquierdas que forma parte del contrapeso del PRI, es decir, la coalición Por México al Frente, constituida por el Partido Acción Nacional (PAN), el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y el Movimiento Ciudadano (MC), encabezada por el aspirante Ricardo Anaya.

Además del PRI, el PAN es el único partido que ha disfrutado del poder, mientras que el PRD es la formación fundada en 1989 tras la gran escisión priista, cuando Carlos Salinas de Gortari fue designado candidato y, como respuesta a ese nombramiento, Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y otras personalidades decidieron abandonar el PRI y crear esa otra opción.

Meade es la quintaesencia del servidor público en México. No ha habido ningún otro funcionario que haya dirigido, en distintos Gobiernos, tantas secretarías de Estado que, además, han sido claves para el desarrollo del país. Hijo de un priista, fue un secretario eficiente y valorado en el Gabinete panista del expresidente Felipe Calderón, y un buen secretario a las órdenes del canciller Luis Videgaray, sirviendo al Gobierno priista de Enrique Peña Nieto en este último sexenio. Pero el encanto de Meade, además de ese pasado, consistía en que, pese a su gen priista, era una alternativa ciudadana, hasta que, al ser designado como presidenciable, quiso ser el primer priista. En el mundo anterior al Brexit y a Trump, antes del enojo y del fracaso de los sistemas, hubiera sido el mejor presidente. En el mundo moderno que ahora se conforma, es difícil saber qué candidato será el mejor.

Ricardo Anaya, el más joven y, sin duda, el político revelación de este sexenio y de esta campaña, es un hombre que no se frenó ante las fuentes ideológicas de su partido; que no es ni de aquí ni de allá; que se caracteriza por una innegable e implacable capacidad política que le ha hecho pasar, en solo cuatro años, de ser un desconocido y oscuro político de Querétaro, su Estado natal, a convertirse en presidente del PAN, rodeado de dinosaurios y pesos pesados, y ahora a ser candidato presidencial, desplazando al alcalde de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera.

En el fondo, el único candidato de origen priista que concurre a estas elecciones es Andrés Manuel López Obrador. No solo por sus ataques a lo que denomina como “la mafia del poder”, no solo porque, si uno lee bien entre líneas, hay que remontarse a lo mejor y a lo peor del PRI tradicional para encontrar similitudes, sino porque el priismo que diseñó el México moderno forma parte del ADN nacional.

La campaña en México es confusa, cruenta y cruel. Esa crueldad y esa confusión obedecen, en mi opinión, al hecho de que el país busca reencontrarse y refundarse en algo nuevo que lo conecte con la memoria histórica, que lo identifique con una visión capaz de unificar a todos los Méxicos y eso es el PRI.

Los independientes son otro capítulo nuevo en esta elección. Y en el caso de que Anaya tuviera que dejar la carrera por un supuesto caso de corrupción, en el que él ve la mano negra del Gobierno de Peña Nieto, emergería con fuerza la figura de la ahora independiente Margarita Zavala.

Esta es la campaña del enojo y el rechazo, pero esos malestares no van en contra del origen priista de las madres, los padres y los abuelos de los millennials que tienen esta vez en la punta de los dedos la decisión electoral, sino que van en contra del PRI de Peña Nieto, del PRI de hoy y del PRI que si bien es la quintaesencia del populismo, ha sido administrado por tecnócratas como Luis Videgaray, Aurelio Nuño o Enrique Ochoa, que realmente podrían pertenecer a cualquier otro partido.

Peña Nieto asumió desde el primer día de su sexenio, las dianas de todos los ataques contra su Gobierno. Su equipo de colaboradores más cercanos lo convirtió en el primer y último blanco de las críticas, y eso ha dado como resultado un enorme nivel de impopularidad y rechazo, que sumado al enojo generado por la violencia, la corrupción y la impunidad, ha llevado al país a una situación límite.

Esta es una campaña que se libra en Twitter, de Facebook y de Instagram, como muchas otras en el mundo, y es una campaña en la que, por primera vez, lo que une a las masas es el rechazo al PRI de Peña Nieto y la posibilidad de tener una esperanza. Esa esperanza se divide entre el que seguramente sería el mejor presidente, pero aparece como el peor candidato (Meade), y la expectativa de que el cambio, la refundación o la recarga del PRI se haga liquidando el régimen actual para instaurar otro nuevo, pero sobre el mismo origen de transversalidad social que estuvo en sus inicios.

Un gran pájaro negro sobrevuela la campaña. El recuerdo del asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994 aumenta las especulaciones y los riesgos una vez más de un hipotético magnicidio, en medio de esta orgía de sangre en la que vive México. Es una posibilidad real, que espero se conjugue con la fuerza del nuevo papel interpretado por López Obrador, que ha pasado de ser el hombre que manda al diablo a las instituciones al garante de un cambio con estabilidad —sea verdad o mentira—, mientras Anaya, sintiéndose víctima de un ataque despiadado, responde amenazando que en este país “quien la haya hecho la tendrá que pagar y eso incluye al presidente de la República Enrique Peña Nieto”, si es que se llega a comprobar que el actual mandatario cometió actos de corrupción.

Cumplir las leyes, una obligación para los candidatos y los ciudadanos, no es ninguna oferta ni una amenaza para nadie. Pero señalar con el dedo al Tlatoani, es decir, al presidente de turno, y augurar que puede ser el primero en pasar del Palacio Nacional a la cárcel, abre una nueva era en la historia política de México. Ahora quien pide que no se despierte al tigre, es aquel que hace dos elecciones era el tigre en sí mismo, Andrés Manuel López Obrador. La guerra de exterminio desencadenada entre el PRI y Anaya coloca a Obrador en el extraño papel de gran pacificador.

Antonio Navalón es periodista.

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