Primacía de lo político, ¿de nuevo?

La UE ha regresado al pasado. Tras la espectacular ampliación al este de Europa de los años 2000 y del inicio de las negociaciones para la incorporación de Turquía, todo el edificio construido a partir del optimismo del euro simplemente se ha venido abajo. Los británicos han abandonado el barco y húngaros, checos, eslovacos, búlgaros, polacos o rumanos se debaten entre aceptar el limitado poder de Bruselas, la creciente influencia rusa o vaya a saber usted qué. Y tampoco ayudan los amigos anglosajones, que siguen poniéndonos la zancadilla. Que el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, afirmara que si EEUU no cejaba en su política de azuzar la disgregación de la UE él fomentaría la independencia de Ohio o Tejas, no sugiere nada bueno. En fin, tiempos difíciles.

A efectos de lo que desde aquí interesa, el proyecto se está redefiniendo, con un nuevo papel del eje París-Berlín, en el que los gobiernos han sustituido de forma creciente a la Comisión. Ya se vio esto en los cambios a los que obligó la crisis. Y todo apunta a un reforzamiento de este sistema. Me parece lo adecuado: hoy por hoy no se atisban mejores soluciones. Como antídoto al pesimismo actual ha reflotado la esperanza de las grandes decisiones políticas. Ahora se trata de que Merkel, y quien gane en Francia, lancen una nueva propuesta, que eleve los ánimos y galvanice a los tibios federalistas europeos.

¿Qué cabe esperar de este nuevo impulso? No mucho, aunque desearía equivocarme. Pero tengo mis dudas. Porque lo hemos visto otras veces. El gran salto adelante de la UE, el nacimiento del euro, fue fruto de una decisión estrictamente política. Eran los tiempos en que una Unión más cohesionada podía permitirse una gran idea y, contra todo pronóstico, acabar consiguiendo su puesta en marcha.

Tomen por ejemplo el euro, paradigma de una forma de actuar que, al margen de consideraciones económicas o sociales, acababan imponiendo las élites políticas europeas. Su nacimiento fue estrictamente político: Francia lo impuso como contrapartida estrictamente política a la reunificación alemana. El quid pro quo con Alemania fue claro: Mitterrand la aceptaba y Kohl accedía a la pérdida del marco y, en particular, a la del inmenso poder de su banco central.

Que esa imposición fuera contra el deseo de los alemanes, o que creara las bases para el desastre del sur, fueron daños colaterales. Porque el euro sustituyó al apreciado marco pese a la oposición del 70% de la población alemana. Y, para España, la incorporación también fue el resultado de una estricta voluntad política y de aquellos polvos estos lodos: porque sin la divisa común, los desequilibrios generados en los felices 2000 simplemente no hubieran sido posibles. La peor crisis de la historia reciente hay que atribuirla al diseño de un euro creado al margen de consideraciones económicas básicas.

Entenderán, pues, mi desazón al observar el retorno de los acuerdos estrictamente políticos. Recuerdo como, en los duros años 2011-13, cuando las primas de riesgo nos empujaban al precipicio, los medios españoles se desgañitaban exigiendo, frente a la tiranía de los mercados, el regreso de la política. No seré yo quien niegue su importancia. Pero también sé que hay fenómenos económicos que tienen la fuerza de la gravedad. Y que, contra ellos, no se puede construir un proyecto. Además, bajo el aparente conflicto política-economía latía una realidad más profunda: las dificultades para arbitrar la solidaridad que se demandaba desde aquí procedían de la existencia de proyectos nacionales muy dispares.

La primacía de la político había olvidado no solo realidades económicas evidentes. Había obviado algo todavía más crucial: que, bajo la pátina del proyecto europeo yace una realidad muy poco agradable de estados-nación. De ahí, y a pesar de mi apoyo a la Europa de las dos velocidades, mi inquietud sobre su futuro.

Como decía Gramsci, al pesimismo de la razón hay que contraponer el optimismo de la voluntad. Pero, en lo tocante a los intereses de los estados, no conviene dejarse llevar por un voluntarista entusiasmo. Mejor el eje Berlín-París que nada. Pero para construir algo más sólido, no olvidemos de dónde venimos. Quizá lo avanzado con el BCE, el salvamento del euro y la parcial unión bancaria, sean mimbres suficientes para sostener la situación, esperar a que escampe y, quizá en una década relanzar el proyecto federal. Pero eso de Europa va para largo, muy largo.

Josep Oliver Alonso, Catedrático de Economía Aplicada,

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