¿Primavera árabe para las naciones?

Hay dos cosas que se destacan en Oriente Próximo desde que comenzó la Primavera Árabe: una de ellas ocurrió, la otra no. La que ocurrió fue que por primera vez en la historia moderna del mundo árabe, regímenes y gobernantes autoritarios fueron derrocados (o seriamente cuestionados) por manifestaciones populares y no, como en el pasado, por golpes militares. Pero lo que no ocurrió tal vez sea tan importante como lo que sí. Aunque de un día para el otro el poder de dictadores asociados con juntas militares se vio desafiado, la Primavera Árabe no alcanzó a las monarquías conservadoras de la región. Las dinastías que gobiernan Marruecos, Jordania, Arabia Saudita y los estados del Golfo (con excepción de Bahréin) siguen en pie, con más o menos firmeza, aun cuando (al menos) el régimen saudí es, en muchos aspectos, mucho más opresivo que los antiguos regímenes de Egipto y Túnez.

Es verdad que lo que sostiene a las autocracias es, en parte, la ayuda de los ingresos petroleros, pero ese factor no cuenta en Marruecos y Jordania. Parece que estas monarquías poseen una forma de autoridad tradicional que los gobernantes nacionalistas seculares de la región nunca tuvieron. Ser descendientes del Profeta (como en Marruecos y Jordania) o tener la custodia de los lugares sagrados de la Meca y Medina (como en Arabia Saudita) confiere a los gobernantes de estos países una legitimidad que entronca directamente con el Islam.

El único régimen monárquico cuya autoridad fue seriamente cuestionada durante la Primavera Árabe fue el de la familia sunita que gobierna Bahréin (país de mayoría shiíta). Precisamente esta división sectaria parece haber sido allí el ingrediente fundamental del levantamiento que fue inmediatamente suprimido en forma brutal con ayuda militar de Arabia Saudita.

Sin embargo, a pesar de los logros de los que son ejemplo las protestas de la plaza Tahrir en El Cairo, una cosa es derribar una dictadura (un drama que sólo dura unas pocas semanas) y otra muy distinta hacer la transición a una democracia funcional y consolidada. Esto último implica un largo proceso cuyo éxito (como se vio en las transiciones poscomunistas en Europa del Este) depende de que se cumplan determinados prerrequisitos fundamentales.

Cuando esos prerrequisitos están (por ejemplo, que haya una sociedad civil vigorosa y autónoma, como en Polonia, o una fuerte tradición de pluralismo, representación y tolerancia previos al autoritarismo, como en la República Checa) la transición es relativamente fluida. Pero cuando faltan o existen insuficientemente, como en Rusia o Ucrania, el resultado es mucho más incierto.

Dicho llanamente, no se puede dar por descontado que a países como Egipto les espera un futuro de rosas simplemente por las imágenes exultantes que se ven en CNN o Al Jazeera o por el hecho de que multitudes de hombres y mujeres jóvenes, educados y angloparlantes se conecten a través de Facebook y Twitter. La gran mayoría de los egipcios no estuvieron en la plaza Tahrir, y muchos de ellos no sólo no tienen acceso a las redes sociales de Internet, sino que ni siquiera cuentan con electricidad y agua potable. Para ellos, la democracia y la libertad de expresión no están al tope de las prioridades.

Además, mientras que la mayoría silenciosa egipcia se identifica con la autenticidad que los diversos grupos islámicos representan, los principios de democracia y derechos civiles les parecen abstracciones occidentales importadas. Por eso, a nadie deberían sorprender las contundentes victorias de la Hermandad Musulmana y del partido Al Nur en Egipto, o la de Ennahda en Túnez. En Siria podría darse una situación similar si el presidente Bashar Al Assad perdiera el poder; mientras que Libia después de Gadafi y Yemen después de Saleh nos muestran las dificultades que supone para estos países construir un régimen democrático coherente.

Una mirada realista de las perspectivas de Egipto no debería excluir la posibilidad de que las dos fuerzas más poderosas del país (los militares y la Hermandad Musulmana) terminen encontrando un modo de compartir el poder. La idea de democracia que tiene la Hermandad no es de corte liberal, sino netamente hegemonista: según sus voceros, ganar las elecciones habilita al vencedor a gobernar según su parecer. Los derechos de las minorías, los mecanismos institucionales de control del poder del gobierno, los derechos humanos –el aspecto liberal de la democracia– están completamente ausentes.

Además, los cambios presentes y futuros en la región incluyen otra dimensión más fundamental que podría salir a la superficie en algún momento. La mayoría de las fronteras internacionales en Oriente Próximo y el norte de África fueron trazadas por potencias imperiales (Gran Bretaña, Francia e Italia), ya sea después de la Primera Guerra Mundial y la disolución del Imperio Otomano (con el Tratado Sykes-Picot) o antes, como es el caso de Libia y Sudán. Pero estas fronteras no se corresponden en ningún caso con la voluntad de los pueblos locales o con límites étnicos o históricos.

Dicho de otro modo, ninguno de estos países (con excepción de Egipto) fue jamás una entidad política separada. Hasta hace poco, sus gobernantes tenían un interés común en mantener bien cerrada la caja de Pandora de las cuestiones fronterizas. Pero ahora eso cambió, y las fronteras regionales impuestas por los imperios están en entredicho. En Irak, el surgimiento de una región autónoma kurda de facto en el norte puso fin al estado centralizado y gobernado por árabes de la época de Saddam Hussein. Y con la independencia de Sudán del Sur,el resto de Sudán bajo dominio árabe tal vez se enfrente a otras divisiones, en las que la próxima región que se separe podría ser Darfur.

En Libia, las autoridades provisorias encuentran extremadamente difícil crear una estructura política coherente capaz de unir a dos provincias tan diferentes como Cirenaica y Tripolitania, que solo la brutalidad del régimen de Gadafi pudo mantener juntas. Ya se oyen en Bengasi llamados a la autonomía o, incluso, a la independencia lisa y llana.

Tampoco hay ninguna garantía de que Yemen se mantenga unido: están volviendo a resurgir allí divisiones entre el sur y el norte, que antes de la dictadura de Saleh eran dos países diferentes (con historias totalmente distintas).

En una Siria posterior a Assad, las diferencias étnicas y religiosas entre los sunitas, los alauitas, los drusos, los cristianos y los kurdos también podrían amenazar la unidad del país. A su manera brutal, tal vez Assad tenga razón en pretender que solo su garra de hierro es capaz de mantener el país unido. Y lo que suceda en Siria sin duda influirá en el vecino Líbano.

El fin de las autocracias comunistas en la Unión Soviética, Yugoslavia e incluso Checoslovaquia trajo consigo una avalancha de creación de estados. Por eso mismo, nadie debería sorprenderse si la democratización del mundo árabe, con todas las dificultades que conlleva, da lugar a una redefinición de las fronteras. Resta por ver cuán violento o pacífico será el proceso.

Shlomo Avineri, Director-General of Israel's Foreign Ministry in the first cabinet of Yitzhak Rabin, is Professor of Political Science at Hebrew University. Traducción: Esteban Flamini

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