Primeras lágrimas en el caso Gürtel

Han llegado las primeras lágrimas en el caso Gürtel. Como era previsible desde el momento en que le seleccionaron como cabeza de turco idónea, fueron lágrimas de Ricardo Costa, el joven secretario general del PP valenciano.

Esas lágrimas tienen trasfondo. El día anterior, Ricardo Costa se había mostrado a través de la televisión, en un insólito reality-show, como un duro de película. Acorralado, convocó a la prensa y ante ella mezcló un alegato de inocencia con amenazas poco veladas de que podía complicar la vida de sus jefes si le dejaban caer. Puesto contra la pared, pues Francisco Camps acababa de decirle que Mariano Rajoy ordenaba su cese inmediato, Ricardo Costa intentó salvar la cara inventando un simulacro de pacto. Ofreció dejar –como si fuese una decisión voluntaria– de forma temporal la secretaría general del PP valenciano a cambio de que Rajoy abriese una comisión interna de investigación sobre el caso Gürtel. Costa no debió valorar que en su alegato había cometido dos errores, uno de fondo y otro de forma.

Error de fondo: dio a entender que esa investigación aclararía que no había sido él, sino sus jefes en el PP, quienes establecieron pactos corruptos para financiar el partido o para embolsarse dinero. Su mensaje no tenía ninguna otra posible lectura: todo lo que él hizo fue obedeciendo órdenes. Es un error muy grave ir en esa dirección. Para los partidos que cometen irregularidades, el recurso de acabar diluyendo lo sucedido a través de una comisión de investigación solo es válido si esta puede acabar absolviendo a todos los protagonistas a partir del silencio hermético de cada uno de ellos. Una comisión planteada por uno de los implicados contra los demás, como es el caso de Ricardo Costa, abre la puerta a que este, para defenderse, explique todo lo que sabe. Eso, cínicamente hablando, hace correr al partido el riesgo de que aflore la verdad. No parece probable que esa sea la voluntad del PP en el caso Gürtel. El chico duro es un ingenuo.
Pero Ricardo Costa también se equivocó en la forma. La intervención televisada fue demasiado llamativa. Resultaba patética su obstinación por no entender que se le había acabado la fiesta, siguiendo la acertada expresión de su colega González Pons. Era curioso ver a aquel joven estirado, siempre vestido a medida con trajes como los de Francisco Camps, siempre adornado con relojes de lujo a juego con la corbata de turno, haciendo esta vez la excepción de ir en mangas de camisa y despechugado, desafiando el mandato de Rajoy de hacer un mutis mientras, paradójicamente, decía que estaba como siempre a las órdenes de sus jefes en el Partido Popular.

Aquellas imágenes debieron provocar miedo en la calle de Génova, sede del PP nacional. Del mismo modo que provocaban sonrisas entre quienes nunca separarán a Costa de la imagen del coche de lujo que las indiscreciones telefónicas nos han explicado que pidió obstinadamente –así como que la tapicería fuese de cuero negro– a los beneficiados por los contratos a dedo de las administraciones gobernadas por el Partido Popular.

Como en todo buen reality-show, hubo una confesión. Ricardo Costa reconoció que, al leer la transcripción de sus propias conversaciones, se avergonzó de las cosas que decía al hablar con quienes sobornaban a los del Partido Popular. No está mal. Después de tantas semanas en las que tanta gente ha dicho que esas conversaciones eran imaginarias, el reconocimiento de su existencia y veracidad es la primera aportación de este hombre a la justicia. E, indirectamente, el primer aviso a las alturas del PP.
La crucifixión y presumible muerte política de Ricardo Costa es la primera baja en la defensa de Francisco Camps y los populares valencianos. Coincide en el tiempo, por cierto, con el anuncio de que su compañero de partido Jaume Matas, expresidente balear, tendrá que declarar como imputado por las irregularidades económicas en la construcción del velódromo Palma Arena. Y mientras este antiguo ministro de Aznar se suma a las varias decenas de altos cargos del PP de las Illes ya encausados por corrupción urbanística, continúan saliendo a la luz pruebas de historias parecidas en Galicia, Madrid (con el añadido de espionajes irregulares) y Castilla y León.

Con el tesorero nacional del PP, Luis Bárcenas, apartado del cargo por lo mismo, Mariano Rajoy puede decir que hay casos puntuales de gente corrupta de su partido, pero que el PP como tal no ha hecho nada ilegal. Y quien quiera, puede creerle. Pero lo que va cristalizando se parece mucho a unos sobornos personales en paralelo con una financiación delictiva. Aunque de momento las encuestas digan que el votante medio del PP no se enfada por ello, si en el contexto del actual malestar económico continúan apareciendo pruebas de miles y miles de euros de dinero público desviados hacia bolsillos próximos al Partido Popular, puede empezar a generarse un rechazo de fondo más parecido al que provocó el GAL, que fue lo que acabó con el PSOE de Felipe González, que al simple malestar que causó Filesa, que no impidió la reelección del líder socialista. Por cierto: vista con perspectiva, aquella financiación irregular socialista parece un juego, una partida de Monopoly, al lado de lo que está saliéndoles ahora a los populares.

Antonio Franco, periodista.