Principios e imperativos

El dinamismo de una sociedad es directamente proporcional a la iniciativa y participación de los cuerpos menores que la constituyen. Sólo cuando los individuos que los forman se responsabilizan de los fines comunes a la vez que de los específicos y aplican los medios necesarios para lograrlos, surge una sociedad compleja, rica y libre. El principio de subsidiaridad exige que lo que puede hacer el que está cerca no lo haga el que está lejos, que la autoridad última no anule sino que promocione a la autoridad primera, que las soluciones extremas no sustituyan a las inmediatas y próximas. La sociedad, los grupos y los individuos se orientan a la luz de unos principios generales y se realizan por unos imperativos particulares. Los principios, las grandes ideas, ofrecen luz a la inteligencia respecto de los fines que se trata de alcanzar, pero todavía no le indican los medios concretos con los que lograr aquellas metas. Los imperativos, las pequeñas decisiones, en cambio indican, en lugar y situación, qué medios nos llevan a aquellos fines, garantizando así la eficacia de los proyectos.

La iglesia en España tiene atrofiado uno de sus pulmones, necesario para la respiración interior y acción exterior: los seglares. El Concilio Vaticano II llevó a cabo una clarificación de la conciencia eclesiológica, mostrando cómo todos y cada uno de los bautizados formamos la iglesia, tenemos una misión dentro de ella, recibimos gracias personales y carismas destinados al servicio de la comunidad, estamos llamados a la santidad, tenemos que asumir como propia la tarea de hacer presente con palabras y obras el evangelio en el mundo. Esto significaba la superación de una iglesia en la que de hecho había dos clases de cristianos: por un lado los que tenían autoridad (jerarquía) o formaban parte de una forma especial de vida (religiosos) y por otro los seglares. La fórmula vulgar hablaba de élites y de gente de tropa.

¿Cuál ha sido la repercusión de esa idea conciliar en España? ¿Hemos llevado a la práctica esos principios eclesiológicos que otorgaban igual dignidad, igual responsabilidad e igual participación a los seglares en la misión de la Iglesia? En los años siguientes al Concilio ha tenido lugar entre nosotros una extraña evolución: han desaparecido las organizaciones de seglares, responsables de la presencia del cristianismo en el mundo en la línea de la Acción católica, y no han surgido las formas equivalentes que correspondan a la nueva estructura de la sociedad y a las nuevas acentuaciones de la Iglesia. Hay movimientos nuevos, pero son de otra naturaleza, y tienen ante sus ojos primordialmente la santificación de sus miembros, con el testimonio directo o indirecto que deriva de ella.

A partir de los años setenta se declaró poco menos que ilegítimas las «instituciones cristianas» y se propuso como un imperativo sagrado «cristianos en las instituciones». Después de cuatro decenios se ha llevado a cabo lo primero y no estoy seguro de que hayamos logrado lo que intentaban los segundos: hacer resonar en claro y repercutir eficazmente la propuesta de verdad, sentido y eficacia que el evangelio ofrece a la vida humana. Hemos comprobado cómo, dada la autonomía de las asociaciones, partidos e instituciones temporales reconocida por el propio Concilio, es difícil cuando no casi imposible que los cristianos individuales logren una presencia eficaz dentro de ellas. Son voces sonoras pero en el desierto, dado que el procedimiento democrático de votación y elección termina decidiendo todos los proyectos y nombramientos. El resultado es la ausencia de una palabra, acción y proyecto cristianos en el horizonte público, pese a los miles de grupos que existen dentro de la iglesia. Hay palabras cristianas a las que se reconoce un valor testimonial pero no trascienden los muros eclesiales dentro de los cuales se profieren y, siendo respetadas como signos, sin embargo no pasan al tejido social y al espesor de la vida común.

El resultado de esta ausencia de los seglares en la iglesia y sociedad españolas es una extraña mudez católica respecto de los problemas que afectan a la sociedad en el orden económico, social, cultural, político. Solo emerge una voz: la de los obispos, pero estos no pueden pasar del enunciado de los principios, y se quedan en generalidades cuando no en obviedades, sin descender a las decisiones concretas, que son las eficaces. Los principios son sagrados y nunca pueden ser preteridos, pero desde ellos solos ni se ilumina inmediatamente la vida personal, ni se resuelven los problemas de una sociedad. Hay que descender de las altas esferas de lo posible, a las llanuras inmediatas de lo real, donde está el riesgo pero donde está también la fecundidad. Para ello se necesita sumar los principios, los hechos y la interpretación de estos. La interpretación requiere unos saberes profesionales de historia, economía, derecho, ciencias sociales, política... que los obispos no tienen y aunque los tuvieren no pueden partir desde ellos. Hay un pluralismo de interpretaciones dentro de cada uno de esos campos especializados y a la vez hay un pluralismo de soluciones entre los propios católicos, ya que no todos establecerán las mismas primacías a la hora de fijar los objetivos positivos que hay que alcanzar y las situaciones negativas que hay que superar.

Exponer los principios es tarea de los obispos; concretar los imperativos es tarea de los seglares. Cuando aquellos y estos no cumplen su misión o unos asumen las responsabilidades de los otros, entonces tenemos una distorsión de la realidad cristiana. En la Biblia ya está la diferenciación entre principios e imperativos de acción. El Antiguo Testamento distingue entre los enunciados generales de la voluntad divina, que los especialistas llaman derecho apodíctico (metanormas) y las aplicaciones hechas en el camino de la vida a la luz de la anterior revelación divina, que se van revisando, completando o sustituyendo sucesivamente (relecturas), y que llaman derecho casuístico (normas). Entre unas y otras hay una tensión permanente. Aquellas ofrecen luz general a la inteligencia; estas en cambio proponen acción en la vida, impulsan la voluntad, reclaman la decisión. Vivir sin principios es quedarse ciegos; vivir sin imperativos es quedarse vacíos. San Ignacio en sus Ejercicios exige lucidez para conocer el fin al que estamos ordenados, pero sobre todo coraje y valentía para elegir los medios que a cada uno le llevan a el. El fin es permanente; los medios son variables.

En la Iglesia española tenemos una saturación de enunciados episcopales, pero nos falta la voz de los seglares, individual y colectivamente organizados, que desde sus saberes profesionales proyecten luz sobre las situaciones concretísimas a la vez que propongan soluciones que den cauce al deber y a la capacidad de los católicos. Nos sobran principios generales y nos faltan imperativos particulares. Solo existe responsabilidad cuando se cumple una misión y solo se cumple una misión cuando se asume libertad y se arriesga uno en ella. En la iglesia no hay obispos sin seglares ni seglares sin obispos. Ni el pluralismo es verdadero sin fundamentos y criterios de unidad; ni la unidad se libra de la uniformación esterilizadora cuando no integra la dura y complejapluralidad. La vida crece siempre peligrosamente; solo la muerte avanza sin riesgos. Los seglares necesitan que se les confieran la iniciativa, acción y confianza necesarias para asumir riesgos, sin los cuales nada fecundo nace: deben sentirse apoyados antes que vigilados, ayudados antes que corregidos.

Entre seglares y obispos están predicadores y teólogos, para mediar principios e imperativos. Unos y otros deben asumir el riesgo que toda misión lleva consigo. Y de esta no nos libera ningún régimen político ni nos descarga ningún Papa. Uno recuerda lo que fue la iglesia francesa en el siglo XX, con seglares como Blondel, Maritain, Mounier, Claudel, Rivi_re, Mauriac, James, Bernanos..., y sus grandes instituciones educativas, culturales y sociales. En aquella iglesia, seglares y jerarquía formaron una admirable conjunción de esperanzas y de empeños, de acción y de santidad. En España estamos ante una nueva época en la que los seglares asuman como propias la formación primero, la palabra a la vez y la acción después. De ellos son los imperativos mientras que de la jerarquía son los principios. Solo cuando estos se conjuguen con aquellos, sonará plenamente armónica la sinfonía católica.

Olegario González de Cardedal