Principios para un Derecho común

Hoy, en nuestra sociedad, como en otras del planeta, percibimos ruidos diversos, entreverados de amenazas y oportunidades. Unos vienen del cambio de época con los tremendos desajustes de toda índole que produce, y otros, de los errores y las malas acciones y decisiones humanas. Hemos visto cómo se «corrompían» tanto el carácter de muchos individuos como ciertas bases culturales y éticas de nuestra vida común. Esa corrupción no sólo es éticamente obscena, sino desastrosa, desde el punto de vista social, político y económico, pues pervierte el funcionamiento de la democracia, socava la confianza en las instituciones y frena el emprendimiento empresarial y la creación de legítima riqueza. Con corrupción personal e institucional se deteriora el desarrollo social sostenible y justo, por eso perjudica sobre todo a los más necesitados. Pero el deterioro del desarrollo aún es mayor si la corrupción lleva a la desmoralización o se utiliza, «so capa de bien», para arrasar lo construido o deslegitimar las instituciones que ponen las bases del autorrespeto y de la construcción del bien común.

Principios para un Derecho comúnJunto a la desazón y la desconfianza se manifiestan nuevas iniciativas, anhelos de participación y deseos sinceros de descubrir el latido de una conciencia ética que responde a valores arraigados en nuestro ser social, tan necesarios para la regeneración de la vida pública y la salud tanto de los desempeños profesionales como de instituciones básicas del Estado. Queremos no caer en esa «desmoralización» que tan bien describió Aranguren, como falta de confianza vital en el quehacer –personal y comunitario– de la existencia, y como confusión intelectual que aturde y mata el compromiso. Contra la desmoralización personal y social, cuatro principios que da el Papa Francisco en Evangelii gaudium, relacionados con las tensiones bipolares de la realidad social, para orientar y alentar tanto el desarrollo de las personas como de la convivencia en favor de un proyecto común.

El primero afirma que «el tiempo es superior al espacio»: aunque hay que trabajar por resultados inmediatos, no se puede olvidar la apertura a la plenitud como expresión del horizonte de utopía que se nos abre. Por eso tienen más importancia los procesos y las acciones que generan dinamismos duraderos que los fogonazos; los caminos bien hechos que los atajos. El atajo a veces viene bien haciendo senderismo, pero en moral nunca acorta el camino, sino que lleva al precipicio. La carrera profesional es una carrera de fondo, para la cual se precisan hábitos que van dejando poso en la conciencia y en el carácter. Podemos equivocarnos, pero lo realmente grave es dejar de actuar con rectitud, es decir, con el deseo sincero de buscar el bien. La rectitud crece junto a la coherencia, la autenticidad y la integridad moral, y no permite que la persona se ponga de espaldas a su conciencia, donde se siente la voz de la verdad. No hay ganancia alguna que compense la traición de la conciencia.

El segundo dice que «la unidad prevalece sobre el conflicto»: el conflicto ha de ser asumido, porque forma parte de la vida y de las relaciones humanas, pero tampoco podemos permitirnos quedar atrapados en él. Es preciso transformarlo en la búsqueda del entendimiento y la comunión, de lo que nos une en la diversidad, armonizando las diferencias, sin caer en la ruptura y la incomunicación ni en el sincretismo. Si esto es evidente para la vida matrimonial y familiar, no parece superfluo para la vida profesional y social.

El tercero es que «la realidad es más importante que la idea». La realidad es; la idea se elabora, pero debemos procurar no quedarnos en la esfera de la sola palabra, en los purismos angélicos o en el intelectualismo que nos separan de la realidad. Es importante ser conscientes de que la idea está en función de la captación, comprensión y conducción de la realidad. Esta es la manera de no manipular ideológicamente la verdad y no frivolizar con ella. Por eso es tan importante aprender a reflexionar sobre lo que a uno le pasa, pues «experiencia» es lo que hacemos con lo que nos pasa, no simplemente lo que nos pasa. Más que temor a los tiempos difíciles, deberíamos tenerlo a carecer de hábitos de discernimiento para hacer algo digno con lo que nos pasa, para decidir correctamente y elegir libremente.

Probablemente lo que ha hecho de san Ignacio de Loyola un gran maestro en el arte del liderazgo y el discernimiento fue percatarse de que lo más genuinamente humano de la vida surge de un entramado de decisiones. Hay pequeñas decisiones, aparentemente insignificantes: la decisión de hacer un favor a un vecino, la decisión de tener una conversación tranquila con un amigo… Y hay grandes decisiones que orientan toda una vida: la de casarse o hacerse religioso, algunos cambios laborales, la de renunciar a dar rienda suelta a los afectos cuando está uno ya comprometido con alguien… Entre las grandes y las pequeñas hay decisiones intermedias; entre todas va construyéndose la persona que somos. Es día a día, decisión a decisión, como nos vamos construyendo. Cada vez que tomamos una decisión a favor de la verdad, la justicia, la libertad, de lo que llamamos «valores», construimos eternidad humano-divina, porque Dios la construye con nosotros (F. Varillon).

Y el cuarto principio es que «el todo es superior a la parte», es decir, que sin tener visión y compromiso con lo común uno no puede realmente ser libre ni feliz. Hace falta prestar atención a lo común para «no caer en la mezquindad cotidiana». Hay que aspirar a lo grande, pero sin perder de vista lo pequeño; mirar a lo universal, pero sin dejar lo particular; lo global sin despreciar lo local. De esta manera evitamos tanto el universalismo abstracto como el localismo folclórico y ermitaño. Por eso el modelo no es la esfera de equidistancias, sino el poliedro, que refleja la confluencia de parcialidades y originalidades.

La ponderación de los cuatro principios me lleva a decir algo sobre el «ego» que todos tenemos con una tendencia insaciable a engordar aprovechando lo que se tercie: éxitos, reconocimientos, adulaciones más o menos sinceras, poder e influencia, protagonismos… El «ego» ansía el éxito y huye del fracaso. Un «ego» hinchado es un lastre que llega a insensibilizar y hace perder los puntos de referencia y el rumbo; y es que «las percepciones egocéntricas de la realidad hacen casi imposible sentir compasión por el sufrimiento de otros y a contentarse con satisfacer los deseos inmediatos (…) en un proceso de deshumanización que puede ser gradual y silencioso pero es muy real» (A. Nicolás, SJ). Para adelgazar el «ego», ayuda tomar conciencia de las cualidades y defectos propios; hacer tareas donde no hay lucimiento y sí entrega callada, y entrar en situaciones que nos acercan a los pobres; experiencias personales que nos reubiquen continuamente, para no confundir el autorrespeto y la autoestima sanos con la egolatría insaciable que impide agradecer y disfrutar de las cualidades y dones, propios y de los otros. Se trata de experimentar y sentir que somos vulnerables, que necesitamos de los demás, que no somos «islas», que en la vida de cada uno entra continuamente la de los otros en lo que pensamos, decimos o hacemos…

En fin, estos principios (re)ubican individual y socialmente, e invitan a estar atentos y a ampliar la mirada para reconocer el bien mayor. No es posible vivir con ilusión en lo cotidiano sin horizontes grandes –incluso infinitos– que nos motiven y movilicen, pero al mismo tiempo solo es posible tener proyectos grandes y llevarlos a cabo actuando sobre cosas mínimas, en apariencia insignificantes. Si todavía no estamos ahí, que deseemos estar, o al menos que –como pedía Ignacio de Loyola– no nos falten «deseos de desearlo».

Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontifica Comillas ICAI-ICADE.

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