Principios sin repuesto

El viejo chiste que hacía Groucho Marx en esa formidable sátira contra el fascismo que fue Sopa de ganso siempre regresa a la vida política de un modo u otro. Hoy tenemos que modificarlo. En vez de “estos son mis principios, si no le gusta tengo otros”, estamos forzados a afirmar: “Estos son nuestros principios, si no les gustan no tenemos otros”. En un contexto geopolítico global en el que los fundamentos que la definían están siendo tensionados hasta el límite, Europa se enfrenta hoy a una pregunta que parece formulada por la mismísima Esfinge: di quién eres o perece.

Lejos de poseer una hoja impoluta de servicios a la humanidad, Europa se parece más bien a una casa vieja llena de fantasmas antiguos, aunque desde la II Guerra Mundial la vieja casa se ha empeñado en exorcismos varios para mantenerse a salvo de ser abatida de nuevo por alguna dictadura. Pero lo que eran muros de contención antitotalitaria hoy se están transformando rápidamente en fronteras regidas por el miedo. Fronteras exteriores y fronteras interiores a la propia Europa, entre sus países, erigidas en el fragor de la disputa sobre cómo fortificar más y mejor la casa común hasta que deje de serlo.

Nada será fácil de arreglar en este nuevo contexto, no habrá recetas mágicas ni acuerdos sedosos, pero lo único que parece claro es algo que Jürgen Habermas ha puesto de relieve en un artículo reciente: es preciso definirse activamente, dar forma a la política en vez de estar a la defensiva, a ver venir un miedo sin contornos ni forma, difícil de gestionar y fácil de rentabilizar. Europa debe dar un paso adelante y hacer política común, no dos pasos hacia atrás para improvisar políticas de repliegue.

Los antiguos espectros están saliendo a pasear a plena luz del día, a la vez que el Mediterráneo se llena de cuerpos sin vida. Europa lo contempla atónita incapaz de reaccionar y definirse, pese a la relación que existe entre ambos procesos. Poco importa que diversos especialistas se empeñen en desmentir con cifras y hechos los discursos y nuevos imaginarios sobre una invasión de ultramar: las creencias infundadas o fundadas sobre miedos ancestrales son tozudas y se amplifican en la caja de resonancia de esas redes salvajes que hoy polarizan discursos de odio y temor. Mientras tanto, la casa común se empeña en seguir esperando a los bárbaros del poema de Kavafis, esto es, aguardando a que la defina, a que modele su identidad y sus contornos, una amenaza imaginaria en vez de una política real.

En política, los imaginarios son reales, su realidad consiste en su efecto y esto ha sido perfectamente comprendido por la ultraderecha que hoy día está conectando con los miedos de amplios segmentos de población literalmente machacados por la crisis y por el neoliberalismo salvaje en el que esta se incubó. Tiene razón Nancy Fraser al recomendar a la izquierda que, lejos de enzarzarse en una batalla de desprecio contra estos sectores, comience una rápida operación contra reloj para reconectarlos a un proyecto político que exorcice sus temores en vez de azuzarlos. O eso, o tendremos la alternativa ya conocida: el modelo del Leviatán que neutraliza el miedo a base de ser el que más miedo logra imponer.

Europa nombra a su miedo como “efecto llamada” pero lo que hay detrás es un miedo al cambio, a cómo gestionar la llegada del otro y a si este aceptará o no nuestras costumbres. Hace décadas, Derrida ya meditó sobre la llamada de la hospitalidad y el cambio que produce en el que acoge. No es que el otro que llama a la puerta nos vaya a cambiar, es que nos cambia al llamar a nuestra puerta, antes incluso de traspasarla, porque nos interpela. Según reaccionemos a la llamada nos convertiremos en una cosa u otra, pero en todo caso, en algo diferente. Probablemente el “efecto llamada” no existe pero la llamada desde el Mediterráneo sí nos va a cambiar.

Y aquí es donde entran en juego nuestros principios, nuestra capacidad de hacer política y definirnos en y a través de ese cambio. La apelación al principio de fraternidad hace unas semanas por parte del equivalente al Tribunal Constitucional francés es un paso histórico en esa dirección. Hay quien alberga dudas de su efectividad, pero la fuerza de los principios nunca ha estribado en que sean vigentes en todo momento y lugar sino en la posibilidad permanente que tenemos de apelar a ellos. Reside en la fuerza de las palabras que nos interpelan y nos comprometen, que nos hacen ser lo que somos. No tienen repuesto.

Alicia García Ruiz es Profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.

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