Principios y conveniencias

Doy por supuesto que la honrosa invitación a colaborar con La Vanguardia tiene alguna relación con mis opiniones sobre el problema de la independencia de Catalunya. Si esta colaboración se prolonga, espero ocuparme de otros temas, pero convencido de que no debía eludir este al comenzarla, cuando el pasado jueves me puse a ello escribí un texto en el que razonaba sobre el obstáculo que la focalización del debate en la realización del referéndum ha creado para una deliberación racional y serena sobre los motivos por los que desean la independencia quienes la quieren y cuál es su proyecto para una Catalunya independiente. Apenas terminada mi columna, recibí sin embargo la noticia de que ya se habían acordado el texto y fecha de la pregunta y decidí sustituir el texto preparado por otro sobre el referéndum. Tiempo habrá, espero, para volver a lo importante, que no es el camino, sino los motivos para emprenderlo y la meta a la que se espera llegar.

Mi opinión acerca del malhadado referéndum se apoya en consideraciones de principio y de oportunidad. Creo que la independencia de Catalunya sería trágica para Catalunya y para España, y que quienes la alientan cometen un gravísimo error, pero el Estado no puede oponer a su libertad más límites que la ley y no puede tacharse de inconstitucional el propósito de alcanzarla mediante la reforma de la Constitución. Esta habría de ser acordada por el pueblo español, titular de la soberanía, pues los catalanes por sí solos no tienen derecho a decidirla, ni como derecho moral ni como derecho jurídico. Es difícil sin embargo no concederles el derecho moral a ser consultados sobre cuestión que tanto les importa y en consecuencia, si a través de sus representantes legítimos expresan su deseo de serlo, nuestros gobernantes deberían esforzarse por encauzar jurídicamente ese derecho moral por alguna de las vías que ofrece nuestro derecho positivo. Por ejemplo mediante una reforma de la ley sobre distintas modalidades del referéndum.

Junto por el respeto a los principios, la consulta también me parece aconsejable por razones de oportunidad. La más inmediata, no dar razones al sempiterno victimismo de los independentistas; la más importante, hacer posible una deliberación amplia entre quienes desean la independencia y quienes, dentro o fuera de Catalunya, nos oponemos a ella y no debemos abandonar la esperanza de convencerlos de su error.

De las personas de cuya sinceridad me fío, no son muchas (algunas más tal vez en Barcelona que en Madrid) las que comparten esta opinión, pero en el continuo diálogo que con ellos mantengo todavía no he encontrado razones para abandonarla. Tampoco concuerdan conmigo el Gobierno de España, ni el de Catalunya, ni la mayor parte de los partidos políticos, cuyos argumentos más bien me confirman en ella.

El Gobierno de Catalunya y los partidos que lo apoyan presentan el referéndum que dicen propugnar como un acto decisorio, manifestación de un supuesto derecho de los catalanes a decidir por sí mismos, ejercicio de un derecho de autodeterminación, y en esos términos el referéndum es tan inaceptable en España como lo sería en Canadá o en el Reino Unido. Por si el uso, ambiguo a veces pero en general inequívoco, de este concepto, no bastara para hacer imposible lo que dicen querer, el Parlament declaró rotundamente el pasado 23 de enero que el pueblo de Catalunya es “jurídica y políticamente soberano” y ahora, al parecer, proyecta dirigirse a “Madrid”, no sé si a las Cortes o al Gobierno, para que se transfiera a Catalunya la competencia para convocar un referéndum cuya pregunta y cuya fecha no se han negociado. Es dudoso que la vía por la que, según las informaciones de prensa, se quiere conseguir la transferencia, pueda ser utilizada en este caso, pero no cabe la menor duda de que el tenor de la absurda pregunta y el tono de ultimátum con el que se formula la solicitud hacen imposible una respuesta positiva.

Lo que es obvio para cualquiera ha de serlo aún más para políticos duchos, con intensa dedicación y larga experiencia, y no es temerario pensar que lo que realmente ocurre es que no están interesados en que se celebre la consulta, sino en que se les niegue el derecho a hacerla. Por qué razones, es difícil decir. Tal vez porque su juicio sobre lo conveniente sea exactamente opuesto al mío y prefieran el discurso de las emociones al de la razón. Quizás también por considerar que, como reiteradamente se dice en el Informe del Consell Consultiu per a la Transició Nacional, uno de los criterios a tener en cuenta para optar por una u otra vía es el de dejar al Estado en mal lugar.

Un esfuerzo más bien superfluo porque el Gobierno de España, el partido que lo apoya y buena parte de la oposición se bastan solos para lograrlo. Se limitan a repetir, una y otra vez, que cumplirán y harán cumplir la Constitución y que esta no permite que Catalunya se declare independiente sin contar con la voluntad del resto de los españoles. Lo malo no es que se trate de una obviedad, sino de que su proclamación sólo tiene sentido si se parte de que este es el único sentido posible de la consulta. Ciertamente es el que de manera más o menos solapada, más bien menos que más, le atribuyen los independentistas furibundos, pero no es el único ni el razonable. La tediosa reiteración de lo mismo, trufada del recordatorio de la posibilidad de acudir a los tribunales, de la que el Gobierno ya dio muestra al recurrir contra la disparatada resolución adoptada por el Parlament el pasado enero, es más útil para reforzar la postura de los independentistas que para debilitarlos y puede dar paso a vías aún más peligrosas si, como hace poco apuntaba Francesc de Carreras, el camino ahora preferido por los independentistas es el de las elecciones plebiscitarias. Y como también los de aquí son políticos sagaces y experimentados que no pueden dejar de ver lo que vemos los demás, esta postura que aparentemente sólo favorece al adversario debe tener alguna explicación, pero no acierto a discernirla.

Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito Derecho Constitucional y expresidente del Consejo de Estado.

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