Principios y final

Hace algunos días, el presidente del Gobierno concluyó su intervención parlamentaria para informar sobre el atentado del pasado día 30 de diciembre afirmando: «Los terroristas deben saber que durante estos años, y en especial durante los últimos meses, los ciudadanos han construido un muro de esperanza. Una esperanza exigente, apremiante como nunca, y a la que no están dispuestos a renunciar. La esperanza de ver el fin definitivo de la violencia». Esa declaración constituye un ejemplo destacado de hasta qué punto el Gobierno ha malinterpretado por completo la historia de la democracia española en su relación con ETA, y hasta qué punto es urgente que se produzca una rectificación. También indica hasta qué punto es improbable que tenga lugar. Porque el Gobierno jamás debería alentar esa esperanza, ni los ciudadanos deberían tenerla, ni los terroristas saber que los ciudadanos la tienen, ni el Gobierno «hacérselo saber» a los terroristas en sede parlamentaria ni en ninguna otra.

Los españoles deberían perder toda esperanza de ver el fin de ETA. El horizonte político se aclararía mucho si realizáramos ese ejercicio colectivo. Volveríamos a nuestro quehacer, a nuestra vida, a hacer crecer España; y sin duda volveríamos a tener que enterrar a algunos de los nuestros, o ellos a nosotros. Pero perder la esperanza de ver el fin de ETA es el único modo de que ETA pierda toda esperanza de ver nuestro fin. El trabajo del Estado no está en plantearse cómo alcanzar el final de ETA, sino en cómo asegurar la continuidad de España: si el final de ETA erosiona los fundamentos de España, no debería procurarse. Nunca. El Estado debe permanecer fiel a sus principios cuando algo los desafía. No podemos evitar que la gente decida matar o cometer cualquier otro delito, pero sí podemos elegir quiénes queremos ser cuando eso ocurra. España eligió lo correcto, mostró que anteponía sus principios al final de ETA cuando se enfrentó de un modo admirable al asesinato de Miguel Ángel Blanco. Esa elección puso a ETA al borde de su desaparición, e hizo de España un país mejor. Nuestra esperanza en ver su final es el viento sobre la vela de ETA, y nuestra desesperanza es también la suya. Es necesario desesperar.

No es razonable iniciar una legislatura proponiéndose el final de ningún tipo de delito. No es creíble, y menos cuando voluntariamente se hace depender el crédito ante la opinión pública del resultado de ese empeño. El delito es indeseable, pero aún más lo es que se haga de él el centro de la vida pública. Y así ha ocurrido entre nosotros. El Gobierno se ha situado primero en posición de necesitar una negociación con ETA que no podía salir bien (una negociación para acabar con ETA a cambio de concesiones a ETA), y después del atentado de Barajas en posición de necesitar otra con el PNV (una negociación para hacer como que se acaba con ETA a cambio de concesiones al PNV), en este caso de éxito posible.
La confusión en el estudio de todo este proceso nos ha conducido a una extraña situación en la que la disputa sobre el terrorismo se reduce a la discusión de si «para terminar con ETA» es mejor hacer lo que sugiere el Gobierno y quienes se muestran próximos a él (lo nuevo, lo que nos da esperanza, un nuevo camino que debe llevarlos al lugar al que no hemos sabido llegar en todo este tiempo, nada menos que cuarenta años) o hacer lo que sugiere el PP y quienes simpatizan con él. En ambos casos se trataría ya simplemente de alcanzar el mismo objetivo, es la ruta lo único que cambia: el fin de ETA. La acusación de Zapatero al PP y a las víctimas se resume en denunciar que Rajoy no consiente que se llegue al final de ETA si no es por «su camino», lo que sería una mezcla de indignidad, cabezonería y electoralismo.

El PP -se afirma- eligió la ruta cuando le tocó el turno, y ahora no deja que la elija el PSOE, cuando le toca hacerlo y cuando hay indicios (tres años sin víctimas y un trágico accidente) de que el resultado es mejor. Pero cuarenta años han dado para políticas antiterroristas muy diferentes, y, sobre todo, para algo más: sin acabar con ETA hemos realizado una Transición modélica, hemos ingresado en la UE, hemos desarrollado un vigoroso Estado de bienestar, hemos modernizado las Administraciones públicas, hemos crecido económicamente de manera espectacular, hemos experimentado una expansión cultural extraordinaria y, en general, hemos hecho una España fantástica. ETA ha matado españoles, pero España ha seguido adelante y ha encontrado su camino. Quienes pretenden «una salida negociada», ¿de dónde quieren que salga España exactamente? ¿Hacia dónde?

ETA ha sabido hacer creer a muchos, empezando por el presidente del Gobierno, que España necesita «terminar con ETA», procurar su final. Algunos se han esperanzado con esa idea. Sin duda, sería bueno que ETA no matara más y que no hubiera matado nunca a nadie; sería maravilloso que en el País Vasco se pudiera vivir en libertad, y que no lo amenazaran o lo mataran a uno por reservarse el derecho a tener opinión o a cambiarla. Ojalá ETA no hubiera existido. Pero lo que los cuarenta años de ETA ponen de relieve es que España ha podido permitirse a ETA durante cuarenta años. Y puede seguir haciéndolo. Y ha podido porque no ha dedicado su tiempo a procurar el final de ETA, sino a ser fiel a sus principios, que por definición son innegociables. Si se negocia con ellos es que no son principios, el principio sería entonces el acto de negociar. Ése ha de ser el límite de cualquier bordoneo o exploración ante una tregua, como lo fue en 1998.
La renuncia a los principios que han hecho posibles décadas de España con ETA no dará paso a un tiempo de España sin ETA: dará paso a ETA, serán sus principios y será nuestro final.

Miguel Ángel Quintanilla Navarro, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Murcia.