La reciente aprobación por el Congreso de los Diputados (aún pendiente del trámite parlamentario del Senado) de la reforma del Código Penal, en cuanto incluye la figura de la «prisión permanente revisable», ha recrudecido la vieja polémica sobre esta pena, que se separa de la «cadena perpetua» precisamente porque puede dejar de ser perpetua, accediendo el condenado a la libertad en alguna de las sucesivas y periódicas revisiones que la Ley ordena realizar al Tribunal sentenciador; sistema que, con variantes de tiempo mínimo, está vigente en los más importantes países de la Unión Europea.
No entraré en el debate político sobre la conveniencia y oportunidad de la reforma legislativa, donde hay posturas ideológicas enfrentadas, pero sí creo que son convenientes algunas reflexiones jurídicas desde la perspectiva de lo que suele llamarse «el hombre de la calle».
Se dice que la nueva máxima pena, que se pretende introducir en el Código Penal, es contraria a la finalidad resocializadora y hasta que se vulneraría la dignidad de la persona y con ella los derechos humanos.
Aunque la afirmación pueda resultar chocante, tengo que reconocer que nunca he aceptado que la reeducación del condenado sea un fin de la pena de prisión, sencillamente porque la Constitución no lo dice. El artículo 25.2 CE lo que dice es lo siguiente: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados»; la palabra «orientadas» apunta más a las condiciones de ejecución de la pena que no a la finalidad de su establecimiento y sin duda lo que pretendió el constituyente fue impedir que la cárcel fuera un almacén de delincuentes, recluidos a la espera del paso del tiempo de la condena y por eso lo ligó con la prohibición de los «trabajos forzados»; por el contrario, de lo que se trataba era de que el tiempo en prisión se utilizara para llevar a cabo un verdadero tratamiento de la patología psico-social del penado que le llevó a cometer el delito.
En realidad siempre he pensado que los fines de las penas siguen siendo los tradicionales, a saber: El retributivo, el de prevención general y el de prevención especial, es decir, respectivamente y dicho en palabras corrientes, las penas persiguen el castigo del mal causado y su reparación, en ejercicio de la vindicta pública (en latín se acepta mejor) venganza que el Estado ha de ejercer sobre el autor del hecho criminal en contrapartida de la renuncia a la venganza privada que hacen los ciudadanos al integrarse en el pacto social y de cuya renuncia es en España paradigma la conducta de las víctimas del terrorismo, que siempre han reclamado justicia sin pensar siquiera en tomársela por su mano. Pero las penas también persiguen una ejemplaridad disuasoria para el conjunto de los ciudadanos, a los que advierten de las consecuencias de delinquir, y otra finalidad de escarmiento individual del autor del delito.
El que, conforme a la redacción literal de la Constitución, la reinserción social sea la necesaria orientación de la ejecución de las penas de prisión, no hace disminuir su importancia, pero ha de ponerse cada cosa en su sitio. Esto es, la finalidad de las penas en general, por un lado, y por otro la orientación hacia la reinserción social con que han de aplicarse las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad.
Pues bien, en el caso de gravísimos crímenes, si transcurrido el tiempo de una condena prolongada, aunque mínima inicialmente, el delincuente sometido al tratamiento resocializador, continuara siendo un peligro para los demás, es patente que aquel remedio había resultado insuficiente y es razonable pretender continuarlo por un tiempo mayor, porque lo que no es justo de ninguna manera es someter al resto de los ciudadanos al riesgo, más que probable, de que el delincuente no resocializado cometa nuevos crímenes; y ello es así porque, de paso, hay que afirmar que también son dignos de protección los derechos humanos de quienes son víctimas de terroristas no arrepentidos o de psicópatas no curados.
Visto de esta manera que, a mi juicio es como debe mirarse, no parece que la pena de prisión permanente revisable contradiga la orientación a la reinserción social con que se han de aplicar las penas privativas de libertad, según establece nuestra Constitución, por el contrario vendría a satisfacer una verdadera reclamación popular perfectamente detectable en cualquier conversación sobre el asunto.
En efecto, todos hemos visto con una mezcla de estupor, repugnancia e indignación, el espectáculo que ofrecen algunos abyectos criminales, de los que disparan por la espalda y rematan en el suelo o hacen estallar bombas a distancia, sobre seres inocentes e indefensos, y que después alardean de sus asesinatos, celebran en la cárcel los que cometen sus compinches y cuando salen lo hacen con altanería, como triunfadores, poniendo de manifiesto chulescamente su falta de arrepentimiento. En otras ocasiones, igualmente indignantes, son violadores en serie, que disfrutaron con la muerte de la persona sexualmente agredida –en muchos casos niños– y que reinciden en el primer permiso penitenciario o al término de su condena.
Ante estas situaciones, a las que hemos asistido recientemente, no puede extrañar que un sector numeroso de la población clame porque se establezcan medidas punitivas más duras y que garanticen mejor la seguridad de los ciudadanos honrados. Esas voces merecen ser escuchadas, porque no hay que olvidar que la justificación de que se tipifique como delito una conducta y se sancione con una pena, está en el reproche social del que son titulares el conjunto de los ciudadanos y no los eruditos del derecho.
Sería deseable que el debate se centrara en los delitos que han de ser castigados con la nueva pena y en el establecimiento de procedimientos eficaces, objetivos y científicamente adecuados para que ningún criminal verdaderamente recuperado para la sociedad continúe en prisión. Desgraciadamente es de temer que el ruido del partidismo político impida un sereno examen de estas cuestiones.
Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.