Prisión permanente revisable: ‘¿Game over?’

Con las leyes tratamos de organizar la vida social. Las calificamos de buenas, regulares o malas según nos guste más o menos su objetivo y según las veamos capaces de conseguirlo. Ese es nuestro análisis político de las subidas o bajadas de impuestos, de las reformas laborales que flexibilizan o dificultan el despido, o de las normas que penalizan o despenalizan ciertos supuestos de aborto consentido por la gestante.

Un debate distinto es el de si una ley es peor que mala. Si vale la famosa asimilación de leyes y salchichas que popularizó Churchill —es mejor que los ciudadanos no sepan cómo se hacen unas y otras—, se trata ahora de si la ley está podrida: de si por atentar contra nuestras convicciones básicas de justicia debe tildarse de inconstitucional y tirarse a la basura, ser expulsada del ordenamiento jurídico. Es muy importante distinguir entre aquel listón de la inconveniencia de una ley —no mejora el mundo o lo mejora menos que otra ley alternativa— y este baremo de la insoportabilidad, el único que maneja el Tribunal Constitucional. Lo advirtió desde sus primeras sentencias: “en un plano hay que situar las decisiones políticas y el enjuiciamiento político que tales decisiones merezcan, y en otro plano distinto la calificación de inconstitucionalidad” (STC 11/1981). El que esta inconstitucionalidad no proceda no supone juicio alguno acerca “de su conveniencia, de sus efectos, de su calidad o perfectibilidad o de su relación con otras alternativas posibles” (STC 55/1996).

Carece por ello de sentido que los partidos políticos con mayoría parlamentaria condicionen temporalmente la vigencia de una ley cuya constitucionalidad han recurrido a la decisión del máximo intérprete de la Constitución. Carece de sentido el “no nos gusta, la consideramos incluso horrible, pero esperemos a que el Constitucional diga que sí lo es y mientras tanto vivamos con ella”. Menos sensato aún es condicionar totalmente la decisión parlamentaria a la decisión constitucional: por ejemplo, “no tocaremos la regulación penal del aborto que creemos inconstitucional si se declara que es constitucional”. No sé si es confundir el culo con las témporas, pero sí una identificación entre lo malo y lo pésimo, entre la oportunidad y la constitucionalidad, con perniciosas consecuencias para que la organización social se rija por la voluntad de la mayoría.

Lo anterior viene a cuento de la prisión permanente revisable. Resulta que todos los partidos que estaban en la oposición en el año 2015 consideraban con muy buenas razones que esta pena era incompatible con el grado de civilización democrática y de respeto a la dignidad de la persona que recoge nuestra Constitución. Apelaban a que formaba parte del consenso constitucional la exclusión de la cadena perpetua en todas sus formas, también con su ropaje de prisión permanente revisable, que era el último que portó en España cuando se abolió en 1928, a través de una presunción de indulto a los treinta años. Con tal precedente en la cabeza se explicitó en el debate constituyente que el mandato de resocialización excluía la cadena perpetua.

Ciertamente, la prisión permanente revisable trata de responder a crímenes horrendos, como también lo harían la pena de muerte o las penas corporales. La discusión sobre su constitucionalidad no era de funcionalidad ni de eficacia, sino de eficiencia: de si comportaba intolerables costes para nuestros valores compartidos, para nuestra concepción de la persona. Si era una pena decente. No puede ser, se decía, que en el momento de la condena no sepa el reo cuánto tiempo va a estar en la cárcel; no es lógico que una pena de por vida y por ello indiscutidamente inhumana deje de serlo porque se la someta a condición; es indigno un encierro incierto de al menos 25 años, porque desesperanza y despersonaliza; no es posible la resocialización de un reo después de 25, 28, 30 o 35 años, que son nuestros plazos de revisión de esta pena: ¿quién es ya la persona que, si sale, sale a la calle?; no es aceptable que estos tres últimos plazos superen el máximo tolerado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (lo acaba de recordar en su sentencia Magyar v. Hungría) y el previsto por la Corte Penal Internacional para los peores delitos imaginables.

Dirá el lector que le estoy colando el artículo de hace seis años. No. Es cierto que la constitucionalidad de esta pena acaba de ser confirmada por quien tiene que hacerlo. Pero la STC 169/2021 cierra el debate sobre su tolerabilidad y nada dice sobre su bondad. Podemos tener esta pena, pero, ¿debemos políticamente tenerla? Si los partidos que la consideraban horrible en 2015 conforman ahora la mayoría en el Parlamento, ¿por qué no la derogan?; ¿acaso sería inconstitucional carecer de prisión permanente revisable? ¿Por qué algunos de esos partidos apoyan ahora su mantenimiento e incluso coquetean con su ampliación?

Debátanlo, por favor. Que no sea más insoportable la inacción y la incoherencia de nuestros representantes que la levedad de la sentencia del Tribunal Constitucional.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid.

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