Prisioneros del dolor

Prisioneros del dolor

El mes pasado, un tribunal egipcio condenó a Laura Plummer, una inglesa empleada de tienda de 33 años de edad, a tres años en prisión por contrabandear 320 dosis de tramadol al país. Tramadol es un medicamento opioide de venta con receta disponible en el Reino Unido para el alivio del dolor. Está prohibido en Egipto, donde hay altos niveles de adicción a él. Plummer dijo que se lo llevaba a su novio egipcio que sufre de dolores crónicos y que no sabía que estaba violando las leyes egipcias.

Los medios británicos han estado llenos de historias que simpatizan con el gran aprieto en que se encuentra Plummer, a pesar del hecho de que llevaba más pastillas que las que los doctores británicos pueden recetar. Sin embargo, más allá de las ventajas y desventajas de su arresto y sentencia, el caso ilumina un asunto con muchas más ramificaciones.

En octubre pasado, la Comisión de la revista The Lancet sobre Cuidados Paliativos y Alivio del Dolor publicó un impresionante informe de 64 páginas en que se argumentaba que aliviar el dolor severo es un “imperativo de igualdad y sanidad global”. La Comisión no es la primera en afirmar esto, pero su informe recoge una abundancia de evidencias para demostrar la seriedad del problema. Cada año 25,5 millones de personas mueren en agonía por falta de morfina o un calmante similarmente potente. Solo un 14% de los 40 millones de personas que requieren cuidados paliativos los recibe.

El informe comienza con el relato de un doctor de un hombre que sufría enormes dolores a causa del cáncer de pulmón. Cuando le dio morfina, se sorprendió de la diferencia que marcó; pero cuando el paciente volvió al mes siguiente, el servicio de cuidados paliativos había agotado sus existencias de esta sustancia. El hombre dijo que volvería la semana siguiente con una cuerda; si no le daban las pastillas, se colgaría del árbol visible desde la ventana de la clínica. El doctor comentó: “Creo que hablaba en serio”.

Los ciudadanos de los países ricos se han acostumbrado a escuchar que los opioides son demasiado fáciles de obtener. De hecho, según datos de la Junta Internacional de Control e Narcóticos y la Organización Mundial de la Salud, el acceso a estos medicamentos es escandalosamente desigual.

En los Estados Unidos, la cantidad de opioides disponibles (es decir, medicamentos con efectos similares a la morfina sobre el dolor) más que triplica las necesidades de cuidados paliativos de los pacientes. En India (de donde era el hombre que amenazó con colgarse) el suministro es apenas un 4% de la cantidad requerida, mientras que en Nigeria es solo un 0,2%. Los estadounidenses sufren de exceso de recetas de opioides, mientras que los habitantes de los países en desarrollo a menudo sufren de su carencia.

Aunque generalmente son los pobres quienes carecen de acceso a los opioides, por una vez el problema principal no es el coste: las dosis de morfina de liberación inmediata y que no paga derechos de patente cuestan unos cuantos céntimos. La Comisión de The Lancet plantea que un “paquete básico” de medicamentos costaría a los países de ingresos medios a bajos solo unos $0,78 per cápita al año. El coste total de cerrar la “brecha del dolor” y proporcionar todos los opioides necesarios sería de apenas $145 millones al año a los precios más bajo de venta al público (es injusto que los opioides suelan ser más costosos para los países pobres que para los ricos). Es una suma ridícula en el contexto del gasto global en sanidad.

La gente sufre porque el alivio del dolor no es una prioridad de políticas públicas. Hay tres explicaciones principales para esto. La primera es que la medicina se centra más en mantener vivas a las personas y no tanto mantener su calidad de vida. Y los pacientes que sufren unos cuantos meses de agonía al final de sus vidas no suelen estar en la mejor de las posiciones para exigir mejores tratamientos.

La tercera explicación, y quizás la más importante, es la opiofobia. El temor erróneo a que permitir el uso de los opioides en hospitales genere adicción y aumento de los delitos en la comunidad ha llevado a estrictas restricciones a su utilización, y los profesionales clínicos no están capacitados para proporcionarlos cuando son necesarios,

Si bien los opioides pueden ser dañinos y adictivos, como la actual crisis lo demuestra en EE.UU., el hecho de que una sustancia pueda ser peligrosa no es razón suficiente para imponer restricciones extremas a su uso clínico. Los riesgos se justifican cuando los beneficios esperados claramente superan los perjuicios esperados. Las autoridades en el mundo en desarrollo están tomando una opción para imponer lo que la OMS llama “regulaciones exageradamente restrictivas” sobre la morfina y otras medicinas paliativas esenciales. Un acceso bajo o nulo no se justifica ni en lo médico, ni en lo moral.

Diseñar un sistema que ofrezca un acceso adecuado a la morfina sin recetar en exceso ni dejar que se filtren medicamentos al mercado negro es una tarea delicada pero no imposible. La Comisión de The Lancet llama la atención al estado indio de Kerala, donde voluntarios capacitados se encuentran al centro de los cuidados paliativos comunitarios, apuntalada por la colaboración internacional con la OMS, investigadores universitarios y organizaciones no gubernamentales. No hay incentivos para recetar en exceso ni evidencia de desvío de opioides.

Según la Comisión, otro modelo merecedor de estudio es un hospicio gestionado por una ONG en Uganda que suministra morfina oral al sistema de atención de salud pública nacional.

No hay duda de la insensatez del contrabandeo de analgésicos por parte de Laura Plummer: su experiencia en una cárcel egipcia será una tragedia personal. Pero si su versión es verdadera, también es víctima de restricciones excesivamente estrictas a los opioides que impidieron a su novio obtener tramadol por vía legal.

El caso de Plummer subraya un infortunio mayor: el que, por la opiofobia, los gobiernos de tantos países en desarrollo nieguen a sus ciudadanos un alivio eficaz del dolor. No es meramente tonto; en las palabras de la Comisión de The Lancet, es también “un fracaso médico, de salud pública y moral, y una parodia de la justicia”.

Peter Singer is Professor of Bioethics at Princeton University and Laureate Professor at the University of Melbourne. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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