España se encuentra en un momento clave en su Historia. Con unos mercados de deuda a los que ha regresado el nerviosismo, unos Presupuestos para 2012 que han convencido a pocos y una economía en recesión, nos acercamos a un rescate que hay que evitar a toda costa porque sus consecuencias serían gravísimas.
Primero porque los que nos intervendrían son nuestros acreedores y, por tanto, no tendrían nuestros mejores intereses como objetivo. Segundo, porque el rescate impondría un ajuste fiscal aún más profundo. Tercero, porque en estas intervenciones se sabe cómo se entra, pero no cómo se sale.
Los rescates expulsan al capital privado y secan la liquidez de un país. Y cuarto, porque no funcionaría: las intervenciones del FMI se basan en devaluaciones de la moneda y el consiguiente tirón de la demanda externa. Como esto no es posible en la zona euro, las intervenciones de Grecia y Portugal no han mejorado nada.
¿Qué ha ido mal? ¿Cómo han retornado tan rápidamente las nubes temporalmente alejadas tras la actuación del BCE en diciembre? La respuesta es simple pero demoledora: el nuevo Gobierno, si bien ha hecho una decidida reforma laboral, no ha sabido atajar los dos problemas fundamentales que socavan nuestra credibilidad: el sector financiero y la política presupuestaria.
La situación del sistema financiero es crítica. Hemos fracasado rotundamente en convencer a los mercados de capital de que refinancien nuestros pasivos bancarios. Las entidades españolas, salvo un par de excepciones, sólo pueden emitir con avales del Estado y viven enchufadas a la liquidez provista por el BCE. Su lógica reacción a los nuevos requisitos de capital ha sido restringir el crédito, lo que ha ahogado a muchas empresas. Lo dice todo sobre la gestión de esta crisis que, no siendo nuestros problemas inmanejables, estemos como estemos.
La política presupuestaria ha sufrido por cuatro motivos. El primero es el baile absurdo de cifras sobre el déficit que hemos padecido desde el otoño y que ha llevado a que los observadores se pregunten cuál es el verdadero estado de nuestras finanzas públicas.
El segundo es el retraso intolerable en la presentación del presupuesto. No sólo ha malgastado el periodo de gracia de 100 días que se otorgó al nuevo Gobierno sino que, al presentarse justo después de las elecciones andaluzas, han dejado claro que en España supeditamos la urgencia a la política.
El ejemplo más sangrante de esta política fiscal incoherente ocurrió en diciembre, cuando se anunció un recargo por dos años del impuesto sobre la renta pero se recuperó la desgravación sobre la vivienda. No sólo agrava una distorsión -el tipo marginal sobre la renta- sino que reintroduce una nueva -la desgravación-. El efecto neto descontado sobre la recaudación futura es, con seguridad, negativo. En otras palabras: distorsionamos más para empeorar nuestra situación fiscal.
Finalmente la sangría de las finanzas autonómicas sigue sin cerrarse y nadie se cree que las comunidades autónomas vayan a recortar 27.000 millones en 2012. La inyección de liquidez de los 30.000 millones a proveedores nunca debió ser incondicional, sino haber requerido duras condiciones de ajuste.
¿Qué hacer? Primero, que el Gobierno se olvide de las elecciones, sean éstas gallegas, vascas o generales y que destierre a los encuestadores a otras tareas. La prioridad absoluta es solventar nuestra carencia de credibilidad.
Segundo, recuperar cuanto antes el flujo crediticio. Esto sólo se conseguirá si regresa la confianza al sector bancario y éste pueda acceder al mercado de capitales sin avales del Estado o la liquidez del BCE. Una alternativa clara es la utilización del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (EFSF, por sus siglas en inglés) para recapitalizar el sistema financiero, lo que no implica una intervención, ya que se podría diseñar un esquema que permita un saneamiento del sistema bancario a la vez que retenemos la autonomía en nuestra política económica. España tiene suficientes motivos para exigir un trato distinto del que han recibido otros socios menos responsables. Y esta recuperación tiene que ser capitaneada por el nuevo gobernador del Banco de España, que ha de ser una persona de reputación internacional, con experiencia en la banca central, que hable inglés perfectamente y que tenga inmejorables contactos con Fráncfort; esto es, que cuando llame, Mario Draghi coja el teléfono. Haber sido leal durante los años de oposición es, en el mejor caso, irrelevante.
Después de cuatro años de crisis en los que los gobiernos de España, éste y el anterior, han ido a remolque de los acontecimientos, puede ya ser tarde para cambiar las cosas. Pero aún merece la pena intentarlo porque estamos, ahora sí, ante la que puede ser nuestra última oportunidad para enderezar esta interminable crisis. Pero para ello necesitamos un cambio radical de actitud que comience con el abandono del equivocado populismo de los dos últimos años de oposición al Gobierno de Zapatero.
Jesús Fernández-Villaverde es profesor de Economía en la Universidad de Pensilvania. Luis Garicano es profesor de Economía y Estrategia en la London School of Economics. Tano Santos es catedrático de la Columbia Business School.
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