Privilegio y poder

Por Jon Juaristi (ABC, 04/01/06):

EN 1964, y cito de memoria, el poeta bilbaíno Gabriel Aresti dirigía a su paisano Blas de Otero unos versos que rezaban más o menos así: «El Fuero Viejo dice/ que la tierra de Vizcaya/ es de los vizcaínos: / así lo dice, Blas». Creo que Aresti no estaba al tanto de la significación real de esta fórmula en un fuero de hidalgos. Con ella se afirmaba la pertenencia exclusiva de Vizcaya a una decena de linajes nobles que monopolizaban la vizcainía originaria. Los demás habitantes del Señorío -que eran la mayoría-, reputados como advenedizos bajo el marbete general de «moradores», quedaban al margen de dicho fuero. Si un vizcaíno (o sea, un hidalgo) mataba a un morador (es decir, a un plebeyo), tenía derecho a ser juzgado por sus pares, lo que, en la práctica, aseguraba su impunidad. Pero, al contrario de lo que sucedió en otras partes de Castilla, la crisis social de finales de la Edad Media se zanjó en Vizcaya y Guipúzcoa con la derrota de los linajes nobiliarios y con la extensión de la condición hidalga (y la correlativa denominación de vizcaíno) al conjunto de la población.

Así se explica que, hasta las vísperas de la revolución liberal, se denominase vizcaínos, indistintamente, a todos los naturales y oriundos de las Vascongadas. Vizcaíno significaba «hidalgo», pero de una categoría especial. El principio de la hidalguía universal de vizcaínos y guipuzcoanos, recogido en los fueros nuevos del siglo XVI, subvertía radicalmente el orden estamental. De hecho, lo suprimía en los ámbitos territoriales de aplicación del fuero (aun manteniendo intactas las viejas desigualdades de riqueza y poder), lo que hacía muy difícil justificar la hidalguía vizcaína en el marco estamental castellano. ¿Cómo explicar que todos los vascongados fueran nobles, cuando se tenía la certeza de que no lo habían sido pocos años atrás? Desde finales del siglo XV, los defensores de la llamada hidalguía universal recurrirán a un solo argumento: los vizcaínos debían su nobleza a su absoluta pureza racial, sin mezcla de moros ni judíos. Para que tal teoría fuera incontestable, los vizcaínos y guipuzcoanos se adelantaron a expulsar a los judíos (Guipúzcoa impuso en 1482 los estatutos de limpieza de sangre y Vizcaya se desembarazó de sus judíos cuatro años después) y a prohibir a los cristianos nuevos el avecindamiento en sus respectivos territorios.

Como otras normas derivadas del viejo derecho consuetudinario, las disposiciones forales, en su mayor parte, se fueron volviendo inaplicables y engorrosas a medida que la sociedad se modernizaba. Hoy, los abogados especializados en Derecho Foral se ocupan de problemas circunscritos a la testación y a las capitulaciones matrimoniales, no de impedimentos raciales para adquirir la vecindad ni de trabas para exportar mineral de hierro. Antaño, para los carlistas que decían defender los fueros, éstos simbolizaban ante todo la estabilidad perdida de la sociedad tradicional; para los nacionalistas vascos prueban una mítica soberanía originaria. Pero ni unos ni otros han acostumbrado aludir a los contenidos concretos de las codificaciones.

Los fueros implicaron siempre exclusión: de los moradores, en el caso del fuero viejo, y no sólo de los conversos de moro o judío en el de los fueros nuevos del XVI. El sistema de testación libre producía grandes cantidades de desheredados que debían buscarse la vida en Castilla o en las Indias. Como Mikel Azurmendi ha observado, con gráfica expresión, las provincias vascas no dejaron de bombear hacia el exterior a la mayoría de sus naturales durante los cuatro siglos en que el régimen foral estuvo vigente. Al mismo tiempo, consolidaron unas oligarquías tradicionales que, desde las juntas, yugularon con eficacia los intentos de abrir o modificar el sistema, ya vinieran éstos de la burguesía mercantil de las villas o de la protesta campesina. Como dispositivo homeostático, los fueros aseguraron el equilibrio entre una sociedad demográficamente vigorosa y un territorio pobre en recursos agrícolas. Pero los viajeros que en los siglos XVIII y XIX alabaron la prosperidad patriarcal del minifundio vascongado, olvidaron siempre referirse a las severas restricciones que la hacían posible.

La sociedad vasca de fines del Antiguo Régimen era, con diferencia, la más cerrada de España: un arcaísmo viviente que enternecía a los románticos extranjeros y que indignaba a los nacionales, entre los que se contaban numerosos descendientes de segundones vascos que se habían visto obligados a emigrar. Incluso en las propias provincias, la insurrección carlista dividió las familias entre mayorazgos absolutistas y segundones liberales, y así, el propio Tomás de Zumalacárregui tuvo un hermano, Miguel, en el bando isabelino. Fueron, de hecho, los liberales vascos quienes consiguieron salvar los fueros tras su abolición simbólica por el primer gobierno canovista, convirtiéndolos en algo mucho más provechoso: el régimen de conciertos económicos.

Muy pocos liberales suscribieron durante la Restauración el ideal fuerista (o de reintegración foral), acaparado por tradicionalistas y nacionalistas bajo dos versiones diferentes que coincidían, no obstante, en la hostilidad al liberalismo. La invocación nacionalista de los derechos históricos del pueblo vasco nunca ha dejado de traslucir la añoranza de la exclusión, incluso cuando la más reciente vulgata ideológica puesta en circulación por el plan Ibarreche prescribe la sustitución de la memoria foral por un proyecto neojacobino que vacía de competencias a las diputaciones y reduce las haciendas forales a meros organismos recaudadores, en aras de una centralización panvasquista. Es, sin duda, una transformación importante la que se ha producido en el seno del nacionalismo y no cabe achacarla a un oportunismo coyuntural atizado por la cuestión alavesa.

Sin embargo, este nacionalismo renovado que ha sabido dividir a los constitucionalistas, convirtiendo a la izquierda vasca en una fuerza ancilar, no ha renunciado al objetivo de perpetuarse como avatar moderno de las antiguas oligarquías. El plan Ibarreche pretendía -y pretende- institucionalizar un nuevo dispositivo de exclusión que margine del sistema a los vascos no nacionalistas (reducidos hoy a los votantes del PP). Se trata, en definitiva, de que las instituciones asuman la función restrictiva que en los últimos cuarenta años ha estado a cargo de ETA. Algo que la izquierda ideológicamente derrotada y claudicante ve con agrado, porque supone, en palabras de Patxi López, un avance hacia la pacificación.

De la tradición foral, el nacionalismo conserva el patrón oligárquico y organicista, profundamente antiliberal. Es cierto que este modelo tentó también a lo que se dio en llamar la oligarquía franquista (Rafael Sánchez Mazas afirmaba que el liberalismo de la burguesía vizcaína había sido siempre orgánico, sin alterar jamás el esquema básico de concentración del poder en once familias), pero aquélla fue históricamente una caricatura de la oligarquía tradicional y su poder, un espejismo que se desvaneció con la muerte del verdadero amo de la situación. La nueva oligarquía vasca es comunitaria, lo que no supone una contradicción. La comunidad nacionalista, ampliada por socialismos y comunismos subalternos, es hoy mayoritaria en la Comunidad Autónoma Vasca, pero no por ello deja de ser oligárquica tanto en sus prácticas como en su aspiración: sustraer a la soberanía de la nación una parte del territorio nacional que quedaría bajo su exclusivo control y seguir influyendo, a través de su representación parlamentaria, en los destinos de la nación excluida. Frente a tales pretensiones, sólo cabe sostener que, dijera el fuero lo que dijera, la tierra de Vizcaya no es sólo de los vizcaínos, sino de todos los españoles, vizcaínos incluidos.