El acuerdo político alcanzado entre el PSOE y ERC para dotar a Cataluña de un sistema de financiación singular ha generado el lógico rechazo de las otras 14 comunidades autónomas integradas en el régimen de financiación común, conscientes de que el «concierto económico solidario» ofrecido a Cataluña implicará, necesariamente, una disminución de los recursos disponibles para ellas.
Los términos del pacto incluyen, por un lado, la atribución a Cataluña de «las competencias para la recaudación, gestión, liquidación e inspección de todos los impuestos»; y, por otro, que la «aportación catalana a las finanzas del Estado» se limite a «la aportación por el coste de los servicios que el Estado presta a Catalunya y la aportación a la solidaridad». En la medida en que se trata de un modelo similar al actualmente vigente para las dos comunidades no integradas en el régimen común (País Vasco y Navarra), se ha reabierto también el debate sobre los evidentes efectos insolidarios que plantea la aplicación del sistema de financiación foral.
En este contexto, resulta oportuno recordar las razones que explican la coexistencia en España de dos modelos diferenciados de financiación de las comunidades autónomas, así como hacer un balance de las consecuencias económicas y políticas que ha provocado.
La Constitución de 1978 fue el resultado de un amplísimo acuerdo entre todas las fuerzas políticas que permitió superar la mayor parte de los conflictos que los españoles veníamos arrastrando durante los últimos 200 años (desde la forma de la jefatura del Estado hasta la cuestión religiosa, pasando por el problema militar o la cuestión social). Sin embargo, en lo referente a la organización/distribución territorial del poder, el consenso no fue posible. La indecisión del constituyente sobre el modelo territorial del Estado se tradujo en el establecimiento de un marco normativo abierto que, si bien ha permitido construir el actual Estado autonómico, presenta carencias graves desde el punto de vista de la funcionalidad y estabilidad del sistema. Baste señalar que la Constitución no contiene un sistema cerrado de distribución de competencias Estado-comunidades autónomas y tampoco un modelo concreto de financiación.
Con relación a esto último, la Constitución establece en su artículo 157 el elenco de recursos financieros de las comunidades y remite a una ley orgánica la regulación de sus competencias financieras. De esa forma, la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas establece un modelo que es aplicable a 15 comunidades autónomas, del que ahora se pretende excluir a Cataluña. Junto a este sistema de financiación común, existe otro -denominado foral- del que únicamente se benefician el País Vasco y Navarra, y que se ha deducido de la Disposición Adicional Primera (DAP) de la Constitución, que «ampara los derechos históricos de los territorios forales». Y ello a pesar de que el artículo 138.2 prohíbe que las diferencias entre los Estatutos de Autonomía impliquen «privilegios económicos o sociales».
El sistema foral supone que el País Vasco y Navarra disponen de Haciendas propias que recaudan todos los impuestos y transfieren después una cantidad (el cupo vasco y la aportación navarra) a la Hacienda central. Esa cantidad se fija con opacidad y con criterios políticos y no técnicos. En teoría, con ella se deben financiar las competencias estatales no transferidas, pero en la práctica el cupo vasco no cubre siquiera el déficit de las pensiones que se cobran en la comunidad autónoma. Los expertos en esta problemática (Ángel de la Fuente, Francisco de la Torre, Santiago Lago) llevan años advirtiendo de los efectos insolidarios del sistema foral. En concreto, y tomando como 100 la media de todas las comunidades autónomas para 2011, al País Vasco el sistema foral le procuraba 4.225 euros por habitante (205%), mientras que a Madrid (la comunidad más rica) el régimen común de financiación le aportaba únicamente 2.010 euros por habitante (103,6%). Un madrileño recibe la mitad que un vasco. Ante esta realidad indiscutible, el lehendakari Pradales debería ser mucho más prudente a la hora de acusar a otros de insolidarios.
La sobrefinanciación foral es continua y se repite todos los años. Aporto el dato de 2011 porque fue el 20 de septiembre de 2012 cuando el presidente de la Generalitat, Artur Mas, se reunió con el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y le reclamó un concierto económico. Rajoy, con buen criterio, se opuso a ello, pero debió hacer algo más. Resulta políticamente comprensible que Cataluña reclame el privilegio foral. Si bien es cierto que Cataluña lo rechazó en 1978, la sobrefinanciación que las comunidades forales han disfrutado durante los últimos 40 años ha generado una situación de agravio comparativo. Ese agravio que las cifras confirman como real está en el origen mismo del procés, que puede fecharse entonces (y no en 2010). Ese agravio está igualmente en el origen de la desafortunada reforma del Estatuto de Cataluña de 2006. Pasqual Maragall y los impulsores de la reforma llevaban advirtiendo desde comienzos de siglo que el verdadero y último objetivo que perseguían era que los catalanes tuvieran un nivel de financiación equivalente al que disfrutaban vascos y navarros. El logro de esa financiación era para ellos mucho más importante que el aumento competencial.
Todo lo anterior pone de manifiesto que nos encontramos ante un problema estructural generado por una inaceptable interpretación y aplicación del sistema foral reconocido en la DAP de la Constitución.
La inclusión en la DAP de la Constitución de una fórmula de reconocimiento de «derechos históricos» a favor de unos determinados territorios (las tres provincias vascas y Navarra) es un caso único en el Derecho comparado. Manuel García Pelayo -el más insigne constitucionalista español del siglo XX y primer presidente del Tribunal Constitucional- advirtió sin éxito de las incongruencias y peligros que planteaba introducir en una Constitución democrática una categoría jurídica propia de la Edad Media: «Se emplea la denominación, extravagante en nuestra época, de los derechos históricos. Se trata, en efecto, de una expresión anticuada, aparentemente en el espíritu de la escuela histórica del Derecho, cuyas tesis constituyeron una de las bases ideológicas de los movimientos tradicionalistas y reaccionarios del siglo pasado, frente a las tendencias racionalistas y progresistas». Ninguna constitución del mundo reconoce derechos históricos y ningún Estado admite la fragmentación de su Hacienda nacional. En democracia, es la voluntad de los ciudadanos y no la Historia la única fuente de legitimidad del poder y del Derecho. La unidad de las Fuerzas Armadas y de la Hacienda es un elemento estructural y esencial de todo Estado. A pesar de ello, la DAP fue incluida para atraer al Partido Nacionalista Vasco al consenso constitucional y en un contexto marcado por el terrorismo de ETA.
Llegados a este punto, se impone una doble conclusión. Por un lado, el sistema de financiación foral amparado por los derechos históricos es sostenible económicamente por afectar a dos comunidades que representan únicamente el 7,5% del PIB, pero no puede extenderse a otras comunidades.
Por otro lado, es imprescindible calcular el cupo vasco y la aportación navarra con criterios técnicos -y no mediante negociación política-, de modo que las comunidades forales contribuyan a la solidaridad nacional. La existencia de cuatro haciendas para un territorio y población reducidos seguirá encareciendo el coste de la gestión tributaria (lo dobla), dificultando gravemente la lucha contra el fraude fiscal, e introduciendo en el sistema un elemento pactista confederal que resulta disfuncional e incompatible con la lógica del federalismo. Ahora bien, si el privilegio ya no se traduce en una injusta e inaceptable sobrefinanciación, dejará de provocar el agravio comparativo que está en la base de las reivindicaciones de Cataluña.
Javier Tajadura Tejada es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU).