Problema español

Por Jordi Sánchez, politólogo (EL PAÍS, 17/10/05):

Decenas o quizá miles de veces hemos oído hablar del problema catalán para definir las no siempre fáciles relaciones políticas y a veces también sociales en el encaje político y cultural de Cataluña en España. La utilización reiterada del problema catalán ha tenido tradicionalmente, y sigue teniendo, tres connotaciones. La primera es que estábamos ante una cuestión problemática, no pacífica. A alguien le puede parecer éste un aspecto intrascendente, pero no lo es. Probablemente esta connotación es la que históricamente está en la base de las respuestas militares y represivas más importantes, como el golpe de Estado que acabó con la II República y dio pie a la Guerra Civil y posterior dictadura, y a buena parte de las intentonas golpistas del periodo de la transición democrática de la segunda mitad de los setenta e inicios de los ochenta.

La segunda connotación de eso que definen como el problema catalán es que el origen o la base de ese problema somos los catalanes. Hemos sido históricamente los responsables de crear de manera artificial ese problema. Y lógicamente lo somos también de plantearlo. Por si esto no fuera poco, nuestra particular psicología como pueblo nos ha hecho acreedores de una tercera convicción: los que tenemos el auténtico problema somos nosotros, los catalanes. Hasta el momento hemos sido incapaces de plantear la cuestión que subyace en el fondo de lo que se ha etiquetado como problema catalán como algo que interesa e incumbe a buena parte de los españoles.

Estos días estamos teniendo ejemplos muy valiosos que nos indican hasta qué punto esas connotaciones siguen estando presentes, la pregunta es hasta cuándo. Es evidente que seguimos sin poder apreciar en el subsconsciente colectivo de los españoles, como mínimo de aquellos que tienen una capacidad para liderar opinión pública, ningún indicio que nos diga que la percepción que tienen sobre toda esta cuestión no es ya la de un problema catalán. De la misma manera, en Cataluña tenemos muchos indicios de la existencia de amplios sectores que probablemente tienen la convicción de que el debate actual es el resultado de una actuación, hasta cierto punto caprichosa, de nuestros políticos, que de alguna manera han creado artificialmente los motivos para tanta tensión.

Con estas actitudes, se intuye muy difícil el camino que habrá que recorrer en los próximos meses en todo el debate estatutario. Sin embargo, no es un debate imposible, a pesar de todo el ruido mediático que nos rodea. No lo es porque por primera vez la propuesta que ha emergido de las instituciones catalanas puede permitir plantear la cuestión desde una óptica diferente a la que ha sido tradicional. Es evidente que puede ser difícil creer que se puede dar un vuelco a todo lo que está aconteciendo y a todo lo que estamos oyendo.

Es cierto que la reacción española a la propuesta de nuevo estatuto ha sido más propia de una situación de emergencia nacional que de un debate político y social planteado en los más estrictos cauces de la legalidad y por los procedimientos institucionales constitucionalmente previstos. La reacción ha dado lugar a la creación de facto de una gran coalición donde banqueros y sindicalistas, militares y defensores del pueblo, líderes de la derecha y de la izquierda e intelectuales de todos los pesebres existentes han aprovechado para dar su opinión sobre el problema catalán que, según ellos, la propuesta de nuevo Estatuto plantea.

Hay motivos para el optimismo en la medida en que difícilmente todas esas voces se van a mantener en la misma actitud en los próximos meses. ¿Cuál es el motivo de este razonamiento? Por una parte, la mayoría de ellos saben que lo que hoy Cataluña ha planteado mediante su Parlamento no puede se rechazado sin que las consecuencias de ese rechazo generen un problema mayor. Pero, por otra, saben que lo que esconde la propuesta del Parlament no es sólo un modelo para Cataluña, es decir, para resolver el problema catalán, sino que es una propuesta para el conjunto de España.

No deja de ser sorprendente que hasta el momento el presidente del Gobierno español haya sido uno de los pocos políticos que, a mi modo de ver, se han situado ya en esa otra dimensión del debate y la reflexión sobre el presente y el futuro de España. Es evidente que el ruido de todos estos últimos días le ha obligado a mostrarse más prudente de lo que se había mostrado con anterioridad. Quién sabe si uno de los objetivos últimos de tanto ruido haya sido precisamente aislar a Zapatero y debilitar su predisposición a afrontar el debate que el nuevo Estatuto lleva implícito.

Pero probablemente en las próximas semanas serán otros los que se sumarán a Zapatero, porque de otro modo va a ser muy difícil salir de la situación actual. Ya no estamos ante el tradicional problema catalán. Hoy España tiene un reto de primer orden en su agenda política, un reto que no puede menospreciar sin graves consecuencias. La normalidad democrática de 30 años de funcionamiento institucional ofrece a este debate un marco histórico único y es el elemento determinante para comprender el alcance del proyecto de nuevo Estatuto. Esa normalidad democrática es lo que lo hace irresistible, lo que le confiere capacidad de transformación de las bases históricas del conflicto político entre Cataluña y España como nunca antes ningún proyecto de Estatuto se había propuesto. Reconozcamos que hoy el mal denominado problema catalán es ya un problema español.