Problema global

Kepa Aulestia (LA VANGUARDIA, 26/07/05)

Los atentados de Londres, la última masacre terrorista en Egipto y los asesinatos en masa que se suceden en Iraq están obligando a las sociedades occidentales a preguntarse sobre la verdadera magnitud de la amenaza del terrorismo global y sobre el alcance temporal de ésta. Hasta la fecha la presencia de tan estremecedora sombra ha sido asumida por la opinión pública como una tasa más entre los costes que implica la vida en libertad y bienestar. La advertencia de que ningún país y ninguna ciudad pueden sentirse a salvo de los ataques del terrorismo islamista actúa por ahora como un argumento de consuelo. Sin embargo, no habría que descartar que si esos atentados llegan a arreciar en una escalada continuada, hasta la flema británica podría acabar fuera de sí a causa de las acciones del enemigo invisible.

Las sociedades occidentales perciben muy lejanas las matanzas provocadas por el terrorismo global en Iraq o en el subcontinente indio. Qué decir de los asesinatos individuales que no llegan a ser consignados ni en los breves de nuestros periódicos. El coche bomba de hoy se confunde con el de ayer y éste con el de anteayer, de forma que en ocasiones deja de ser noticia. La intuición de que es allá lejos donde se motivan y preparan las tramas y atentados que nos amenazan directamente comienza a inquietarnos. Pero seguimos asistiendo al horror televisado desde Iraq, Pakistán o Afganistán con la confianza de que sea allí donde el terrorismo global consuma sus energías. Los miedos suscitados por el 11-S y el 11-M fueron diluyéndose en la opinión pública occidental debido probablemente al lapso de tiempo que ha separado los grandes atentados. Pero sus efectos se multiplican cuando los ataques se suceden en cadena, aunque resulten frustrados como ha sido el caso del último intento terrorista en Londres. Hemos dado noticia de la muerte a balazos del ciudadano brasileño Jean Charles de Menezes como error, incapaces de hallar otro calificativo. Mientras, las autoridades británicas lo explicaban como el precio que alguien podría volver a abonar para evitarnos pagos mayores. El riesgo nos resulta soportable porque albergamos siempre la esperanza de que la inquina terrorista se vea saciada con el sacrificio de otros, por semejantes que sean a nosotros. De igual forma que el terrorismo islamista nos transfiere la causa de su propia existencia, tendemos a transferirle la causa de nuestros errores. El joven brasileño muerto por error de la policía británica ocupa en un vagón del metro londinense el lugar de las víctimas más anónimas del terrorismo en el sitio más remoto del mundo.

El terrorismo islamista es global en una doble acepción del término: porque se muestra dispuesto a actuar en cualquier lugar del planeta y porque ningún ser humano puede sentirse totalmente a salvo por razón de su nacionalidad, opción ideológica o religiosa o estatus social. Pero a menudo olvidamos que el concepto global subraya la naturaleza más genuina del terrorismo islamista: su concepción unitaria de la yihad. Paradójicamente, el carácter indiscriminado de sus atentados más sangrientos contribuye a que el embate terrorista acabe percibiéndose como una calamidad inexorable. Ello ha sido así mientras las acciones cometidas en suelo occidental han sido espaciadas en el tiempo y las atrocidades perpetradas en Iraq se han mantenido a una prudente distancia psicológica mediante el anónimo recuento de sus víctimas. El miedo se ha vuelto razonable, relativamente fácil de administrar por los gobiernos occidentales bajo la certeza de que nadie se encuentra a salvo de tan implacable amenaza. Pero quizá el vaso del consuelo compartido esté a punto de rebosar. Las sociedades occidentales podrían soportar la persistencia del terror global durante décadas siempre y cuando éste espacie sus ataques o diversifique sus objetivos.

Los sentimientos de culpa que las sociedades del bienestar albergan respecto a las poblaciones excluidas y sometidas a la marginación contribuyen sin duda a alimentar una cierta disposición fatalista. Pero parece más dudoso que esas mismas sociedades puedan asimilar una presencia más agobiante de la amenaza; de una amenaza que hiciera que cualquiera de nosotros se sintiese víctima potencial en nuestro íntimo e inconfesable cálculo de proba-1A bilidades. Hoy nos sentimos reconfortados cuando nos convertimos en sospechosos al pasar cualquier control de seguridad en un aeropuerto, en un acto multitudinario o en el acceso a instalaciones que pudieran ser objeto de sabotaje terrorista. Permitimos que revisen nuestro equipaje o palpen nuestro cuerpo en una demostración personal de que después del 11-S dejamos de concebir la libertad y la seguridad como valores antitéticos. Las mutaciones que ha experimentado la galaxia Al Qaeda hasta la fecha no han supuesto más que su paulatina adecuación para la pervivencia de la amenaza terrorista en nombre del islam. En lo sustancial, no han variado los efectos generados sobre las sociedades occidentales. El problema puede agravarse si la cadena de atentados se estrecha y acabamos percibiendo esa tercera acepción de lo global: la del círculo cerrado de la yihad. Y puede agravarse si dirigiendo nuestra mirada a nuestros respectivos gobiernos comenzamos a exigir lo imposible: una solución global e inmediata a una amenaza global que, sean cuales sean sus manifestaciones, puede perdurar entre otras razones porque su sentido del tiempo no pertenece a este mundo.