Problemas con la curva

Aunque su descalabro es muy grave, la primera víctima de las elecciones catalanas no ha sido el presidente Artur Mas sino la idea, extendida en los últimos tiempos, de que la tierra —en particular la de Catalunya— era plana.

“¡Segundos, fuera!”, decidieron los partidos dominantes, que llegaron a pedir votos prestados. “¡Se ha acabado la ambigüedad!”, clamaron los intelectuales orgánicos para dibujarnos el plano a cartabón de una política bipolar sin medias tintas. Y resulta, que al final, más que un western a dirimir entre héroe y villano, hemos vivido uno de esos thrillers sorpresivos en los que resulta imprescindible esperar hasta el final para que todas las piezas encajen. La sociedad catalana ha demostrado más aristas que la cuadratura de esa guerra fría ibérica que se nos quiso vender. Aristas que han quedado demostradas en las urnas y, todavía mejor, formarán parte de un Parlamento con siete fuerzas representadas y un abanico de posibilidades impensable un minuto antes de las elecciones.

La historia de este proceso no deja de ser, por decirlo suavemente, irónica. Un presidente que goza de gran mayoría parlamentaria y, en consecuencia, de una gobernabilidad fuerte —no hay combinación probable mediante la que los demás partidos puedan moverle el sillón—, adelanta las elecciones con el objetivo de amortizar el desgaste de sus políticas de derecha, ganar dos años de legislatura y ampliar todavía más ese poder bajo el estandarte de la soberanía, algo que no figuraba en su programa. La sobredosis de mesianismo parecía bastarse para que crisis, desempleo, corrupción, endeudamiento y fractura social quedaran en segundo plano.

Una manifestación multitudinaria auguraba el cambio de época. Las encuestas avalaban la operación, y la prensa en pleno —desde la muy amiga hasta la muy enemiga— daba por hecho el éxito arrollador de la aventura. Todo fluía hasta que, de repente, con todo eso que parecía indiscutible, el president y su coalición se desplomaron estrepitosamente. Un batacazo que supone la pérdida de 12 escaños y 200.000 votos, a la vez que compromete la viabilidad de su futuro político.

Mas creyó en el plan rectilíneo que le trazaron sus acólitos. Y así, como el personaje de Clint Eastwood en su recién estrenada película —Trouble with the curve, su título original (Golpe de efecto, en la traducción)—, perdió de vista el repertorio sinuoso de la pluralidad, tan presente en ese pueblo cuya voluntad se sintió llamado a encarnar, pero que sus asesores estaban obligados a desentrañarle.

El presidente llegó, incluso, a subestimar el hecho de que CiU, su propia formación, casi siempre ha sido una fuerza política oscilante. Más que a la verticalidad, sus victorias suelen deberse a la ubicuidad. Un pie en la socialdemocracia y otro en el socialcristianismo. Una vela encendida al Estado de bienestar y otra al liberalismo. Tener voz en Europa y hacerse escuchar en Madrid. Representación de las esencias catalanas de “toda la vida” y al mismo tiempo premio al self-made-man producto de la feina ben feta... Sobre estas bases sentó Pujol el pujolismo. ¿Las ha superado el tan aclamado pospujolismo? ¿No será que, sobre este fracaso, flota el fantasma del regreso de aquel mundo anterior en el que mandaba la esencia y no la presencia, la herencia y no el mérito?

El caso es que CiU se manejaba con más soltura en la diversificación del repertorio que en el recurso extremo. Para ganar, volvamos a Eastwood y al béisbol, siempre le había ido mejor apelando a la bola con efecto que a la bola extra. Abandonar todo eso y estrellarse fue lo mismo. Llamarle “aventura” al proceso soberanista y perder votantes conservadores, ídem. Para colmo, el presidente de la Generalitat lanzó un proceso en el que no solo se ha perjudicado a sí mismo, sino que ha acabado mejorando a sus rivales.

Solo hay una excepción a este desatino: los socialistas, que a la figura del político aferrado al poder han añadido la figura del político aferrado a la oposición. El PSC continúa precipitándose hacia un agujero negro desde un viaje en el que perder votos, ahora mismo, es un desastre menor comparado con la pérdida de imaginario y de un terreno político propio. Si lo suyo es España, el PP representa esa opción con mayor rotundidad y con el soporte de su Gobierno en Madrid, mientras que Ciutadans lo hace con más frescura y los resultados le perfilan una línea ascendente. Y si lo suyo es la izquierda, por ese flanco, precisamente, le van adelantando, tanto los poscomunistas de ICV como Esquerra Republicana. Por no mencionar la renovación radical que ofrece la Candidatura de Unidad Popular (CUP), una organización que se estrena con tres escaños y dejará oír la voz de los indignados, con todo desparpajo, en el nuevo Parlamento.

Mientras Artur Mas se concentraba en “hacer geografía”, aplicado al trazado de las fronteras y posibilidades del nuevo Estado, se nos decía que además estaba “haciendo historia”. Ahora tendrá que postergar esas escalas mayores en aras de la matemática; o del sudoku, como definen algunos analistas su tarea inmediata de armar un Gobierno estable que pueda lidiar con la crisis.

El declive de CiU y PSC demuestra algo más. Y es que el gran perdedor de estas elecciones ha sido el establishment político catalán. Un sistema en el que el pacto político parece ir por un lado y el contrato social, por otro. A la luz de los hechos, ya ni siquiera es imposible predecir que lo ocurrido a los socialistas termine por traspasarse a los nacionalistas. Y no porque sus discursos y aspiraciones hayan desaparecido de la sociedad; es que la renovación de esos discursos y esas aspiraciones está siendo acometida por otras fuerzas.

Otro varapalo es el que se han llevado los medios de comunicación. Estos, en su mayoría, prefirieron protagonizar la batalla política antes que descifrarla, optaron por el aplauso o la demolición antes que por la crítica, se entregaron a sus intereses —y a la práctica del wishful thinking— antes que a la problematización de los mismos.

Palmeros y enemigos dieron por buena la destrucción de la curva, así como los conversos dieron por buena su deconstrucción. Y en esas estaban cuando, de sopetón, la política les sorprendió mientras se dedicaban a jugar a la política.

Estas elecciones han tirado por la borda, además, los complejos que quedaban en la política catalana. ¿Referéndum? ¿España? ¿Independencia? ¿Por qué no? Todas las posibilidades están abiertas y todas las opciones son legítimas. Pero tendrán que ser laicas (no mesiánicas), electivas y poner, de antemano, la verdad de los programas sobre la mesa (si es sobre el papel, mejor, todo sea dicho). Se ha acabado el tiempo de cuidar las palabras “para no debilitar” al proyecto político; de avanzar a hurtadillas “para no perjudicar la estrategia”, de estipular gradaciones de catalanes, españoles o cualquier híbrido que elija pertenecer a esta ciudadanía. Y ese contrato social, a priori, incumbe a la política social y a la lingüística, a la económica y a la sanitaria, a la sexual y a la territorial, a la familiar y a la cultural.

Vistos los resultados, llegan los primeros terrores. Así que no faltan voces lamentando la dificultad de salir adelante con tanta complejidad en la representación parlamentaria. Debido a ella, nos dicen, ha perdido la “gobernabilidad”. Será precisamente por eso que ha ganado la democracia.

Iván de la Nuez

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