Cada vez son más las voces que alertan sobre el incremento de la depresión, la ansiedad y otros trastornos mentales que convierten al suicidio en la primera causa externa de muerte en España (en dura competencia con los accidentes de tráfico). Por parte de algunos partidos se propone incrementar el número de profesionales de la salud mental y sin duda es un camino a explorar.
Pero pocas voces ponen su atención en un estadio anterior. Si se puede hacer algo para mejorar la fortaleza interior cuando toca hacer frente a las crisis, frustraciones, desafíos o fracasos de la vida.
Y ¿por qué ese enfoque sesgado? Porque ello pondría en tela de juicio no tanto un problema cuantitativo de aumento de la inversión en los servicios públicos de "reparación" de fallos mentales, cuanto el diseño cualitativo del sistema público de construcción de la personalidad del individuo.
¿Y cuál es este? El modelo educativo posmoderno.
La depresión aumenta paradójicamente con el nivel de desarrollo económico y de alfabetización. Mientras en países en desarrollo con inestabilidad política la tasa de suicidio es inferior al cinco por cada 100.000 habitantes, en países ricos la tasa es de más de 10 suicidios por cada 100.000 habitantes.
¿Por qué esta diferencia? Porque los ciudadanos de los primeros países están acostumbrados a luchar por sobrevivir desde niños mientras los segundos viven mimados e instalados en la queja constante. La lista de suicidas occidentales incluye sorprendentemente no sólo a personas desvalidas o en situación de desigualdad, sino a intelectuales prominentes y artistas de éxito. El elenco es amplio.
Es más, la depresión aumenta entre los adolescentes, especialmente entre universitarios. La generación con más derechos, más protegida y con mayor dominio de la tecnología, paradójicamente se muestra desencantada. La de-presión más que efecto de la presión es muestra de nuestra falta de preparación para enfrentarnos a ella.
El sistema educativo debería tener por finalidad convertir al impúber y al púber en un ciudadano responsable, capaz de ser dueño de su destino y de su mente para enfrentarse a las dificultades de la vida.
Nassim Nicholas Taleb ha precisado que los músculos del cuerpo y de la mente necesitan ejercitarse frente a obstáculos y estresores para poder desarrollarse, fortalecerse, estirarse y ganar flexibilidad y capacidad de adaptación, pero la tragedia de la posmodernidad es que "al igual que los padres tan sobreprotectores que rozan la neurosis, quienes más nos intentan ayudar son los que más nos acaban perjudicando".
De hecho, los "expertos" educadores proponen quitar hasta los exámenes.
Otro enfoque pasa por asumir que la autoestima individual está conectada con la autoestima colectiva y que si esta es baja, también lo será la primera. Por eso triunfan con tanta facilidad las doctrinas nacionalistas supremacistas. En una época de desorientación y crisis de las religiones se ofrece al individuo, para subir el concepto de sí mismo, la simple creencia de que pertenece al pueblo elegido, más listo, más fuerte y con mejor pasado que sus vecinos.
Es como seguir a un club de fútbol, que uno se siente vencedor con cada gol que cuela su equipo, aunque no haya participado en la jugada más que bebiendo una cerveza en el sillón de su casa. Es tan fuerte la necesidad de reforzar la autoestima individual (aunque sea por contagio) que al adoctrinado nacionalista le importa poco que el relato que le cuentan esté fundamentado en exageraciones o burdas mentiras.
En realidad, si nos fijamos, todos los países han construido un relato victorioso de su pasado del que sus ciudadanos puedan sentirse orgullosos. Mientras nosotros nos dedicamos a autofustigarnos, los demás fabrican sin complejos (y sin pudor) héroes a medida con biografías ad hoc o películas pagadas al peso.
Mientras otros pasaban como si nada de bárbaros o burdos piratas a modernos ciudadanos civilizados, nosotros lo hacíamos, sin darnos cuenta, de héroes a villanos. Es decir, todos los países tienen derecho a crear su propia leyenda rosa, salvo uno. ¿Adivinan cuál? Pues curiosamente uno de los pocos que no necesita mentir ni exagerar para encontrar héroes o hazañas que asombraron al mundo.
Como ocurre en una familia, la historia que nos contamos de nuestro pasado colectivo influye directamente en el concepto y la actitud que adoptamos frente al mundo. No es lo mismo nacer pensando que nuestro bisabuelo fue un asesino y un ladrón que creer que nuestros antepasados fueron grandes aventureros y descubridores que cambiaron el mundo.
De hecho, si de repente se encontrara un documento que demostrara que la leyenda del bisabuelo delincuente fue un invento de una familia competidora de la nuestra, que se aprovechó de esa patraña para apropiarse de nuestro legado, se produciría un cambio radical en la manera de vernos y situarnos. Nos habríamos librado de golpe de las creencias limitantes que nos impedían ir con la cabeza alta y tener una relación sana con nuestra familia.
Un tercer elemento para construir una personalidad fuerte son los referentes motivadores a imitar. Como ha señalado E. Cassirer, toda sociedad necesita héroes y vidas ejemplares. Sin ellos ni ellas su mejora no es posible.
Para el psicólogo Alfred Adler el ser humano necesita la seguridad de su autoestima. Y ese sentimiento de autovaloración se alimenta de símbolos y mitos, no de meras ideas abstractas.
En la antigüedad, las vidas ejemplares de los héroes, míticos o reales, no solo formaban parte inexcusable de la formación de los jóvenes, sino que servían para unir a la sociedad y elevar su autoestima colectiva. La Ilíada era de lectura obligatoria en las escuelas del mundo griego y el prototipo del héroe/caballero enseñaba que vivir es buscar el verdadero ser y la dignidad.
Por el contrario, hoy nos empujan a congraciarnos (ingenuamente) con la presencia de antihéroes que cumplen la función de consolarnos y reafirmarnos en que no estamos solos en nuestro fracaso y medianía. El problema no es ser mediocres, sino no aspirar a ser mejores de lo que somos.
La historia de España está plagada de personajes de los que aprender cómo se enfrentaron a dificultades insalvables con medios muy limitados y lograron el éxito. ¿Cómo seguir deprimido cuando uno conoce la historia de Blas de Lezo, que tuerto, manco y cojo (debería nombrársele patrón de los héroes discapacitados) derrotó al inglés con grandes dosis de inteligencia, estrategia, astucia, coraje y resistencia al sufrimiento?
Pues tenemos como ese caso cientos. No los despreciemos, pues en esta época de desafíos e incertidumbre es cuando más falta nos hacen.
Si estamos realmente interesados en mejorar la salud mental de nuestros ciudadanos, empecemos por ofrecerles un relato sano de nuestro pasado (autoestima colectiva) que pueda elevar su autoestima. Mostrémosles ejemplos de personajes que antes que ellos, con menos hicieron más.
Por simple higiene emocional bastaría recuperar la memoria histórica que nos une y reconcilia frente a la que nos separa y nos instala en el odio y en el rencor. Hagamos historioterapia. Hasta la economía saldría beneficiada pues ¿no es esta en gran medida un estado de ánimo?
Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente.